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12 de mayo de 1930
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei
Desde julio de 1930 venía confesándose con el padre Valentín Sánchez Ruiz, salvo las semanas en que el buen jesuita anduvo escondido al ejecutarse el decreto que disolvía la Compañía. Y desde primera hora quedó sobreentendido entre ellos dos que la misión fundacional y el gobierno de la Obra eran materias al margen de la dirección espiritual que esperaba de su confesor. Su confesor no era director de la Obra de Dios sino director del sacerdote. (Sobre la dirección espiritual del padre Sánchez escribió don Josemaría: Nada tuvo que ver con la Obra, porque jamás le dejé intervenir ni opinar).
Bajo este presupuesto, y con absoluta sencillez, declara: Todas las cosas de mi alma —sin reservarme nada— las he comunicado y las comunicaré siempre con el director espiritual mío. Así y todo, detrás de este firme comportamiento, se adivina lo mucho que le costaba desnudar su alma en materias que podían encumbrarle a ojos ajenos.
Día de S. Marcos, 25-IV-32: Esta mañana estuve con mi padre Sánchez. Tenía decidido contarle lo del día 20: sentí cierta repugnancia o vergüenza. Me costó, pero se lo dije.
El hecho a que se refiere no era para menos. Días antes, por la noche, al acostarse, se había encomendado a San José y a las ánimas del purgatorio, por las que tenía especial devoción, para que le despertasen a las seis menos cuarto. (Tenía que recurrir a ellas, pues al sueño se unía el agotamiento). Y esta es la catalina del suceso:
Esta mañana —como siempre que lo pido humildemente, sea una u otra hora la de acostarme— desde un sueño profundo, igual que si me llamaran, me desperté segurísimo de que había llegado el momento de levantarme. Efectivamente, eran las seis menos cuarto. Anoche, como de costumbre también, pedí al Señor que me diera fuerzas para vencer la pereza, al despertar, porque —lo confieso, para vergüenza mía— me cuesta enormemente una cosa tan pequeña y son bastantes los días, en que, a pesar de esa llamada sobrenatural, me quedo un rato más en la cama. Hoy recé, al ver la hora, luché... y me quedé acostado. Por fin, a las seis y cuarto de mi despertador (que está roto desde hace tiempo) me levanté y, lleno de humillación, me postré en tierra, reconociendo mi falta —serviam!—, me vestí y comencé mi meditación. Pues bien: entre seis y media y siete menos cuarto vi, durante bastante tiempo, cómo el rostro de mi Virgen de los Besos se llenaba de alegría, de gozo. Me fijé bien: creí que sonreía, porque me hacía ese efecto, pero no se movían los labios. Muy tranquilo, le he dicho a mi Madre muchos piropos.
No era la primera vez que le ocurrían cosas semejantes. Procuraba quitarles importancia. Se resistía a admitir fácilmente cosas extraordinarias. Y luego de someterse a unas pruebas, por si se trataba de sugestión de los sentidos, tuvo que rendirse a la evidencia.
(Llegué a hacer pruebas —escribe—, por si era sugestión mía, porque no admito fácilmente cosas extraordinarias. Inútilmente: la cara de mi Virgen de los Besos, cuando yo positivamente, tratando de sugestionarme, quería que sonriera, seguía con la seriedad hierática que tiene la pobre escultura).
La pequeña escultura de la Virgen de los besos, Sancta osculorum Virgo, obraba realmente cosas estupendas: En fin, que mi Señora Santa María [...] ha hecho un mimo a su niño.
El dirigido espiritual del padre Sánchez se callaba muchas pequeñas humillaciones, por las que fue avanzando en el camino de la paciencia. Le dolía de veras, y hasta le costaba lágrimas, tener que ir a toda prisa, después de dar unas clases o visitar enfermos, corre que te corre hasta Chamartín, donde residía el padre jesuita desde el incendio en la calle de la Flor. Preguntaba por él y, no pocas veces, el portero le traía aviso de que volviese otro día. ¿Es que no se daba cuenta su confesor de que no disponía de tiempo para desplazarse hasta allí, fuera de la capital? Tampoco era cosa de decirle que se había visto obligado a ir a pie, dándose una caminata por aquellos andurriales, por no tener unos tristes céntimos para el tranvía.
El padre Sánchez era buen director de almas y don Josemaría le estaba muy agradecido, porque incluso el fastidio de las esperas en Chamartín le hizo un positivo bien. En los Apuntes y en la correspondencia hay algún que otro discreto elogio de su confesor. También hay algunas observaciones, como las anteriormente citadas de las esperas y viajes en balde, que no serían muy del agrado de su confesor, pero las anotaba, aun a sabiendas de que las leería el interesado. Con todo, este aspecto particular de sus relaciones con el confesor era materia secundaria y anecdótica. Lo esencial, insistía el Fundador, era cumplir la Voluntad de Dios clarísimamente manifestada sobre su Obra.
Los últimos días del retiro en Segovia meditó sobre la Pasión y Resurrección del Señor, no sin que el diablo —el tiñoso— le hiciese pasar un mal rato con sus trastadas la noche del domingo al lunes:
Anoche el demonio, que anda suelto por mi celda, volvió a remover cosas pasadas. Mal rato me di. Y esta mañana también. Yo te lo ofrezco, Dios mío, como expiación. Pero, soy débil, nada puedo, nada valgo: no me dejes. Apenado, he tenido un coloquio con mi Padre Juan de la Cruz: ¿así me tratas en tu casa? ¿Cómo consientes que el tiñoso mortifique a tus huéspedes? Yo creí que eras más acogedor...