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5 abril 2024

Aprobación diocesana de la Obra

5 de abril de 1941

Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei

Esa misma semana salió don Josemaría a dar una tanda de ejercicios espirituales en Valencia, a las jóvenes de Acción Católica, del 30 de marzo al 5 de abril. El gozo de saber aprobada la Obra se vio aguado al examinar de cerca don Josemaría el decreto. El texto original, que con tanto cariño había preparado don Leopoldo, en consulta con don Josemaría, había sido mutilado. Como bien sospechaba don Leopoldo, el Sr. Nuncio era perfectamente sabedor de los chismes y calumnias que circulaban contra el Opus Dei y aconsejó al Obispo que eliminase cuanto pudiera interpretarse como extremoso, en uno u otro sentido. Temía herir susceptibilidades de terceros o involucrar acaso a la autoridad eclesiástica en polémicas callejeras. Don Leopoldo tuvo, por tanto, que limar el texto, con el resultado de que lo que se intentaba presentar originalmente como documento claro, tajante y elogioso de una institución, de la que se esperaban grandes bienes espirituales para la diócesis y para la Iglesia universal en un próximo futuro, quedó reducido a un documento jurídico laudatorio, pero carente del rigor necesario para aclarar de una vez para siempre la realidad.

Pero el Señor, con cariño, sabe poner mieles en el acíbar. De aquella tanda de ejercicios de Alacuás, en Valencia, salieron dos vocaciones de mujeres a la Obra. El Padre reconocía este regalo como otra de las dedadas de miel con que el Señor endulzaba sus sinsabores. Aquellas dos mujeres —se llamaban Encarnita Ortega y Enrica Botella— nunca supieron lo que habían costado al Padre. Ni tampoco que, al día siguiente de terminar los ejercicios espirituales, el 6 de abril, cuando fueron a la Residencia de la calle de Samaniego para que don Josemaría las presentase, pues no se conocían entre sí, el Señor había asegurado al Fundador, esa misma mañana, que el Nuncio no se dejaría ganar por simpatías o antipatías respecto a la Obra. Así lo cuenta en una de sus cartas:

El domingo de Ramos de 1941, en la Misa, después de la Comunión, consideraba el horizonte lleno de obscuridad, con aquella fortaleza —al menos humana— que se ponía en contra, y no tenía enfrente más que mi debilidad, sin que humanamente pudiera contar con otra arma de defensa. Lleno de congoja, hacía presente al Señor cuáles eran las circunstancias del momento. Y la locución interior —sin ruido de palabras, como casi todas las que he tenido en mi vida, pero muy precisa y clara— fue ésta: para que se arreglen las cosas, se tienen que desarreglar; entraréis en la Nunciatura con más facilidad que en el Palacio episcopal. Esto, entonces, parecía un imposible. Al volver a Madrid entregué una nota escrita a Álvaro que se quedó —como yo— pasmado, pero seguro. Los hechos confirmaron el aviso divino, poco después.

Cuando regresó a Madrid fue a ver a don Leopoldo, que, satisfecho de haber aprobado canónicamente la Obra, lo proclamaba sin reserva. «Por lo pronto —decía a don Josemaría—, con esta persecución se ha logrado la aprobación de la Obra, ya que ni usted ni yo teníamos prisa».