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29 de marzo de 1938
François Gondrand, Historia del Opus Dei y de su Fundador
En una pensión de la calle de Santa Clara, el Padre vuelve a encontrarse con José María Albareda, a quien le han encomendado funciones asesoras en la Dirección General de Enseñanza Media. A finales de enero se les une Francisco y a comienzos de marzo Pedro.
El 29 de marzo se instalan los cuatro en el Hotel Sabadell; ocupan una habitación grande, que dividen en tres partes: la sala, donde dormirán Pedro, Francisco y José María; la alcoba -separada por una cortina de la sala-, donde dormirá el Padre; y el mirador, que hará de sala de visitas.
La modesta "suite" pronto se convierte en un centro muy animado. El Padre recibe allí infinidad de personas que van a hablar con él o a confesarse. Su actividad es tan intensa como siempre, sin hacer caso de una faringitis aguda que le ha atacado nada más llegar a Burgos.
Un día, observa que escupe sangre. Piensa que tal vez esté tuberculoso y decide consultar a un médico, pues, en caso de estarlo, tendría que aislarse, para no contagiar a sus hijos.
Afortunadamente, después de bastantes días de padecer ese mal, sin que los médicos sepan diagnosticar el motivo ni la enfermedad, desaparece. Verdaderamente el Padre es como la sombra de sí mismo tras tantos padecimientos. Al gran agotamiento físico, se une el esfuerzo durísimo del paso de los Pirineos. Sin olvidar los ayunos que ha empezado a imponerse de nuevo...
Cuando Pedro y Francisco vuelven al Hotel, después de su jornada de trabajo, el Padre les ayuda con un ambiente de familia entrañable, y todos recuerdan a los que están dispersos.
Tienen muy poco dinero, incluso contando con lo que gana José María Albareda. Por eso, se privan hasta de lo necesario. Además, don Josemaría ha resuelto poner en práctica, precisamente en esos momentos, una decisión heroica que había tomado en 1930: no percibir ningún estipendio –ni él, ni los futuros sacerdotes de la Obra- por la predicación, la Misa y los demás servicios religiosos.
Lo cual supone una gran limitación, sobre todo en sus circunstancias. Es duro, muy duro, sí, pero don Josemaría repite una y otra vez, con convicción; unas palabras del salmista: "Arroja en el seno del Señor tus ansiedades y El te sustentará" (Ps. LIV, 23).
Tal carencia de medios materiales no le impide buscar las direcciones de todos los estudiantes que había conocido antes de la guerra, con objeto de ir a verlos en cuanto le sea posible.
Y pone en práctica sus proyectos.
Un día, viaja hasta Córdoba en condiciones dificilísimas, pues las líneas férreas con Andalucía están cortadas y hay que dar mil rodeos. Cuando quiere regresar a Burgos, no le quedan más que unas cuantas monedas, que deposita en la ventanilla de la estación:
-Con esto, ¿hasta dónde puedo ir? -pregunta.
El empleado menciona el nombre de un pueblo próximo a Salamanca.
-Pues vamos para allá; después, Dios proveerá.
Y se queda sin nada para comer.
Escribe a todas partes, estimulando a unos y a otros y animándoles a no abandonarse en la vida interior y a practicar la fraternidad con todos. Las cartas llegan con dificultad, a trancas y barrancas. Por eso, se alegra tanto cuando recibe respuestas que le muestran hasta qué punto su apostolado epistolar mantiene la moral de sus corresponsales. "La carta me cogió en unos días tristes, sin motivo alguno, y me animó extraordinariamente su lectura, sintiendo cómo trabajan los demás..."
"Me ayudan sus cartas y las noticias de mis hermanos, como un sueño feliz ante la realidad de todo lo que palpamos... "
"¡Qué alegría recibir esas cartas y saberme amigo de esos amigos!"
Y esta otra: "Recibí carta de X. y me avergüenza pensar en mi falta de espíritu comparado con ellos".
-¿Verdad que es eficaz el "apostolado epistolar"?
Para mantener ese esfuerzo, don Josemaría vuelve a poner en marcha el envío de unas hojas con noticias en multicopista. Como en los tiempos de la Academia DYA, recrea así el ambiente de familia y de fraternidad cristiana que impregnaba los primeros Centros del Opus Dei. El Padre adjunta una cuartilla con unas palabras más personales, escritas de su puño y letra.
Pide a todos y a cada uno -en especial a los que están en el frente- que no se abandonen, que aprovechen las ocasiones que se les brindan de acercar a Dios a quienes les rodean.
Y, en un ambiente paganizado o pagano, al chocar este ambiente con mi vida, ¿no parecerá postiza mi naturalidad?, me preguntas. -Y te contesto: Chocará, sin duda, la vida tuya con la de ellos; y ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido.
Las respuestas llegan en gran número. Quienes le responden, le dan las gracias por haberles reconfortado en circunstancias propicias al abandono o a verlo todo negro; por animarles a no olvidar la lucha en las cosas pequeñas cuando tantos sólo piensan en actos espectaculares de heroísmo.
A quienes vienen a verle a Burgos, con permiso, suele llevarles a lo alto de la catedral.
Desde allí, les enseña las gárgolas y los pináculos, esculpidos con primor, cuyos detalles no se aprecian desde abajo. ¡Eso -les dice- es el trabajo de Dios, la Obra de Dios!, acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra (...). Los que gastaron sus energías, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad, nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios.
Les aconseja, también, que sepan sacar provecho de las circunstancias especialmente duras en que se encuentran. ¡La guerra! -La guerra tiene una finalidad sobrenatural -me dices-, desconocida para el mundo: la guerra ha sido para nosotros... -La guerra es el obstáculo máximo del camino fácil. Pero tendremos, al final, que amarla, como el religioso debe amar sus disciplinas.