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27 de marzo de 1938
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei
En vista de la intensa vida de trabajo y de ayunos que llevaba, sus hijos —en especial Pedro y Paco— seguían distribuyéndose la misión de velar por su persona...
El domingo, 27 de marzo de 1938, estaba don Josemaría escribiendo a Juan Jiménez Vargas, mientras Pedro y Paco intentaban convencerle de que se pusiese una camiseta. No era cosa de que el Padre cogiera un resfriado o una pulmonía. Persistía el crudo invierno burgalés y la sotana de verano que llevaba era insuficiente para combatir el frío. Porfiaban y no le dejaban en paz:
Estos chicos me dan la lata en grande, con la salud y la enfermedad. Aparte de que estoy gordote —cosa, por cierto, muy molesta—, no me preocupa el tema: son las almas, lo que me preocupa: la mía también.
(La tal camiseta era una prenda única y singular, de procedencia desconocida. La usaban por turno Pedro, Paco y José María Albareda; todos menos el Padre).
Don Josemaría no podía concentrar su atención en la carta para explicar a Juan lo que sucedía a su alrededor. Una escena ridícula por parte de sus hijos, empeñados en endosarle, casi a la fuerza, la famosa camiseta:
¡Qué tonterías te cuento! Es verdad: pero todo aquello, en que intervenimos los pobrecitos hombres —hasta la santidad— es un tejido de pequeñas menudencias, que derechamente rectificadas, pueden formar un tapiz espléndido de heroísmo o de bajeza, de virtudes o de pecados. Las gestas —nuestro Mío Cid— relatan siempre aventuras gigantescas, pero mezcladas con detalles caseros del héroe. Ojalá hagas siempre mucho caso —¡línea recta!— de las cosas pequeñas. Y yo también; y yo también.
Aun dando por laudables las intenciones de sus hijos, lo cierto es que tanto le importunaban, que no le dejaban ni respirar. De manera que don Josemaría no gozaba siquiera de un mínimo de independencia para organizar su vida. Vigilaban sus mortificaciones y vigilias, y si dormía o no en el suelo. Seguían muy estrechamente el rastro de sus ayunos, indagando qué había comido y cuándo. Pedro y Paco eran auténticos sabuesos. Le vigilaban también la sed. (Esto se lo notaban en si tenía el habla resquebrajada, por la sequedad de la boca y de la garganta, o por la pronunciación pastosa de su lengua reseca). Y cuando el Padre se negaba en redondo a seguirles la corriente, volvían a la carga y tenían sus escenas, porque se extralimitaban:
Están inaguantables (sic), y me hacen comer a todas horas, después de armar unos jaleos epopéyicos... Diles tú que me dejen en paz, escribía a José María Albareda.