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2 febrero 2024

Dios prepara su alma

2 de febrero de 1928

Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei

El joven capellán, siempre dispuesto a emprender una caminata para atender a cualquier enfermo, se iba a pie o en tranvía hasta las mismas afueras de la capital, de manera que con frecuencia cruzaba de cabo a rabo la población, en busca de almas lisiadas o moribundas. Con el ejercicio, las suelas de sus zapatos se desgastaban muy deprisa. Su gozo, en cambio, crecía a medida que aumentaban las cargas pastorales.

A la gracia de Dios, que tenía en abundancia, unía don Josemaría mucha mano izquierda. Como observa María Vicenta Reyero, todo el mundo quedaba contento, «y los enfermos que visitábamos a domicilio pedían que volviese él a confesarlos y no otro». De existir complicaciones, siempre les quedaba a las Damas el recurso del capellán, como se sugiere en una hoja del 2-II-1928: «Tiene grandes líos, desea confesarse, sería conveniente fuera Don José María».

A veces le cogían de improvisto, en plena calle, casos in extremis, no programados en las listas. Así sucedió, por ejemplo, un día en que pasaba cerca del parque del Retiro, no lejos de la Casa de Fieras. A uno de los guardianes del zoo, destrozado a zarpazos y dentelladas por los osos, le metían precipitadamente en una Casa de Socorro. Consiguió el capellán entrar tras el herido, que, por señas, manifestó querer confesarse. Allí mismo le absolvió.

Los años de su capellanía en el Patronato de Enfermos fueron de un trabajo agotador, al borde de su resistencia física, y al límite de la resistencia de su estómago, porque muchas veces lo único que podía dar a los mendigos que le pedían limosna por la calle era el bocadillo del almuerzo. Al final de la jornada, cuando las Damas pasaban por la capilla, veían al capellán con la cabeza entre las manos, de rodillas y apoyado en el altar, haciendo oración junto al sagrario, durante horas.

Entre las notas del Patronato de Enfermos que conservó don Josemaría hay un papel con letra grande y trazos firmes —escritura inconfundible del capellán— que dice: Fac, ut sit!. Por aquellos meses de 1927 y 1928, aquel joven sacerdote seguía implorando por un ideal divino que presentía en sus barruntos sobrenaturales, entreverados de locuciones, que anunciaban la proximidad de ese algo tan deseado. Con ansias apostólicas, ardiendo por dentro, cantaba entonces a voz en grito:

Cuando yo tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur?; he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: ecce ego quia vocasti me!, aquí estoy, porque me has llamado.

El piso de la calle Fernando el Católico resonaba con los cantos. Y Santiago, el hermano pequeño, que le oía y no quería ser menos, imitaba la canción, machacando y destrozando los latines.

Esas palabras del Señor, que recoge San Lucas, llenaron muchas horas de la meditación del joven sacerdote y fueron, sin duda, objeto de una especial tensión de alma, por el tono con que describe la conmoción interior que experimentaba. Con el fuego se expresa en la Sagrada Escritura el amor ardiente de Dios, bajado del cielo a la tierra para inflamar a los hombres. Y de ese fuego divino estaba incendiado el corazón sacerdotal de don Josemaría. Con tal celo, que las palabras se le escapaban con impaciencia, entonando un cántico de amor, sin que pudiera reprimirlas.

Por la urgencia e insistencia en repetir el grito del Señor, hay que dar por descontado que todo su ser vibraba con las palabras y se identificaba plenamente con el deseo divino de ofrecer su Amor a todo el mundo, a todas las gentes. Porque, como se nos dice en la parábola del banquete del gran rey, todos los hombres están invitados a la fiesta. De la sustancia de ese grito sacó don Josemaría muchas iniciativas, inspiradas por el Señor, para llevar a cabo el deseo apremiante de incendiar el mundo entero. Con su celo apostólico veía la redención como una maravillosa aventura divina, que se está consumando en la historia y que exige, por nuestra parte, una entrega radical: hacernos uno con Cristo, tener sus mismos sentimientos para con toda la humanidad, y acogernos a la Cruz redentora.

Dichas inspiraciones las tomaba por escrito don Josemaría en notas sueltas, y de cada una de ellas sacaba una sugerencia práctica o una orientación apostólica, que luego trasladaba a un cuaderno de apuntes. Desgraciadamente, cuando esparcía la vista a su alrededor, no necesitaba don Josemaría de su mucha experiencia pastoral para echar de menos en las almas una unidad de propósito. Consideraba con pena cómo las creencias de la gente cristiana estaban, en la actuación práctica, como desvinculadas de los sucesos de su vida privada, familiar y social. Tampoco se ofrecía a los fieles, en ninguna parte, la posibilidad de desplegar una vida plenamente cristiana en todas sus manifestaciones. En cuanto a meter el fuego de Cristo en la entraña de la sociedad, eso era todavía tarea en barbecho. Por desgracia, el proceso histórico seguía un camino inverso. Por todas partes se intentaba desalojar a Dios de la sociedad, relegándole a los templos o a un rincón de la conciencia:

El apostolado se concebía como una acción diferente —distinguida— de las acciones normales de la vida corriente: métodos, organizaciones, propagandas, que se incrustaban en las obligaciones familiares y profesionales del cristiano —en ocasiones, impidiéndole cumplirlas con perfección— y que constituían un mundo aparte, sin fundirse ni entretejerse con el resto de su existencia.

¿Existía acaso un procedimiento para encaminar las almas a Dios, aceptando la invitación universal al Amor? ¿Era posible cristianizar la sociedad y remover apostólicamente el mundo? Fluían en su mente las inspiraciones como flechas lanzadas en la oscuridad a una diana invisible; y ese reguero de iluminaciones con que regalaba el Señor a aquel joven sacerdote iba dejando en sus notas sueltas respuesta a muchos de los problemas planteados. Sabía don Josemaría que las soluciones que hallaba a tales interrogantes no provenían de su entendimiento o reflexiones, sino que eran de fuente divina.

Pasmado por las luces que recibía su alma y los panoramas apostólicos que se extendían ante su mirada, respondía prontamente al Señor: — aquí estoy, porque me has llamado. Ya lo venía haciendo desde 1918, pero ahora ese ecce ego quia vocasti me! tenía especial resonancia. Era una forma nueva de decir al Señor que se hallaba a su entera disposición, que estaba aguardando ese algo inminente que adivinaba ser un designio amoroso de Dios para con toda la humanidad. De algún modo él, Josemaría, presentía que iba a tener parte en ello; pero sin poder imaginar en qué consistía su participación. Lo contaría más adelante:

Entreveía una nueva fundación —aunque yo antes del 2 de octubre de 1928 no sabía qué era—, que aparentemente no tendría un fin muy determinado.