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1971. Construcción de Cavabianca y san Nicolás de Bari
Se me hace de noche, hijos míos —pensaba—; ¡hay que correr! |# 39|. Fue entonces cuando determinó que el Colegio Romano no podía seguir alojado por más tiempo en la sede central del Opus Dei. Debía trasladarse a otra parte; y rápidamente. Así, pues, se pusieron a buscar un posible emplazamiento en el casco urbano. Abundaban en Roma viejos palacios y caserones antiguos medio en ruina. Pero el acondicionarlos por dentro, adaptándolos a las necesidades específicas del Colegio Romano, resultaba más costoso que el partir de cero y comenzar demoliendo, cosa que no permitían las disposiciones municipales. Después de algunas consultas, y teniendo en cuenta el factor principal —la escasez de dinero—, el Padre se decidió por lo más ventajoso. Es decir, levantar edificios de nueva planta. Esto sucedía en noviembre de 1967.
Antes de comenzar las obras hubo un largo periodo preparatorio. Dos años se tardó en tener listos los proyectos arquitectónicos. Largas fueron las gestiones para conseguir la aprobación urbanística y los permisos de construcción, y las licencias técnicas indispensables. Los terrenos estaban en lo alto de un ribazo que dominaba el ancho valle del Tíber. A sus pies pasaba la vía Flaminia. En esos parajes habían acampado los legionarios de Constantino antes de derrotar a las tropas de Magencio. El vencedor proclamó luego el edicto de Milán a favor de los cristianos. Le gustaba al Padre recordar estos hechos históricos y el nombre dado a la finca: "Cavabianca", por la proximidad de una cantera. (Ciñéndose al nombre simbólico de ese Centro Internacional de formación, pensaba sacar de ahí el Padre piedras vivas, blancas y bien pulidas).
Llevar a cabo el proyecto era tarea de gran porte. En primer lugar estaba la financiación, aunque la falta de dinero era para el Padre cosa archisabida y de ordinaria administración. Ponía su entera confianza en la Providencia y veía "Cavabianca" como la última de las construcciones que pasarían por sus manos. (En efecto, era larga la serie de obras que había promovido, sin tomarse descanso. La última piedra de Villa Tevere se colocó el 9 de enero de 1960, después de doce años de obras. En abril de 1960 se iniciaron los trabajos en el Colegio Romano de Santa María, en Castelgandolfo. Después, para las actividades estivales, se preparó Tor d’Aveia, que empezó a utilizarse en 1967. Y a principios de 1970, cuando se excavaban los cimientos del nuevo santuario de Torreciudad, ya estaba el Padre ocupándose del proyecto de Cavabianca). Depositados en su memoria, profundamente vivos y presentes, estaban los hechos. ¿Cuándo le había faltado el Señor? Esta seguridad en la Providencia desvanecía todos los obstáculos que humanamente pudieran presentársele antes de ponerse a construir. Y, como siempre, debía ir al paso de Dios. Ni más deprisa ni más despacio. De una cosa estaba convencido: era necesario formar a quienes —ellos y ellas— luego se esparcerían por países y continentes, para formar, a su vez, a las muchas personas que el Señor enviaba al Opus Dei. Pero antes había de proveer a su alojamiento. Donde hay muchos pájaros —decía— se necesitan muchas jaulas. Lo comentaba a gente de Barcelona en su correría por España en 1972:
En Roma, muy cerquita de Villa Tevere —que también hay que retocar, porque la hicimos muy deprisa—, hemos querido adquirir unas hectáreas, y se está construyendo una casa para más de trescientos pájaros. Vienen a verme obispos de todo el mundo, y me dicen: pero usted está loco... Y les contesto: estoy cuerdísimo. Cuando hay pájaros y no se tiene jaula, lo que hace falta es la jaula. Necesito formar allí —teniéndolos uno, dos o tres años, todo lo más— a hijos míos intelectuales de todos los países.
Algunos eclesiásticos, al oírle hablar del proyecto y de su ejecución, trataban de disuadirle. Una obra de tamaña envergadura era empresa de locos; y más en un período de fuertes crisis entre los cristianos de todos los países. ¿Cómo pensaba sostener y llenar aquellos edificios? Desde luego, aquello era una locura. Estaba cometiendo un grave error.
El Padre no lo negaba. Era el primero en admitirlo. El proyecto era una auténtica locura; pero una locura ejemplar y necesaria. Y, por eso, no pensaba volverse atrás.
El 6 de diciembre de 1971, cuando llevaban ya un año de obras, el Padre pidió a los arquitectos que encomendasen la solución del problema económico a san Nicolás de Bari, cuya fiesta se celebraba ese día. Es más, les anunció que de allí a tres años tenían que estar acabadas las obras |# 46|. Pero comenzar los trabajos y surgir obstáculos fue todo uno. Algunas dificultades podían considerarse como previsibles; pero otras muchas se presentaron inesperadamente: impedimentos de carácter técnico y burocrático, huelgas laborales, subida inesperada de los costos del material... Todo ello en unos años de inestabilidad social, tensiones sindicales, secuestros de personas y terrorismo a gran escala... No podían haber escogido tiempo peor para emprender las obras. Ante estos problemas, más de un amigo aconsejó al Padre en el sentido de si no sería mejor renunciar al proyecto de Cavabianca y construir lejos de Roma, o tal vez en otro país. Pero la razón principal del Padre, su argumento para sacar adelante Cavabianca, era de orden sobrenatural: el establecimiento en Roma, su "romanidad", era la garantía de unidad y de eficacia apostólica.
En los días anteriores al comienzo de las obras, el Padre instaba a los alumnos del Colegio Romano a que no se desentendieran de los trabajos de Cavabianca. Con este fin les recordaba que los nuevos edificios se construirían con dinero ajeno, fruto de los sudores de muchos hermanos suyos, y con la ayuda de amigos y cooperadores que voluntariamente arrimaban el hombro, aunque algunos ni siquiera eran cristianos. Pero al diablo, según dice el Padre, no le entusiasmaba el proyecto e hizo lo posible por obstaculizarlo. Y así, para que Cavabianca tuviera más sabor de sacrificio y amor de Dios —como lo tenía Villa Tevere— no faltaron murmuraciones que añadir a la pobreza.
Torreciudad y Cavabianca eran dos locuras de amor, cronológicamente paralelas. Hermanas en su génesis material y espiritual. Expresión del amor del Padre a las almas y de su devoción a Santa María. Dos obras fundadas en la magnanimidad y en la pobreza. Emprendidas ambas con esperanza. Ejecutadas con esmero en los pequeños detalles. Llevadas a cabo con constancia y sacrificio.
Hablaba un día el Padre delante de sus hijos acerca de Cavabianca, su penúltima locura, como solía llamarla. Y uno de ellos le preguntó: — ¿cuál será la última? — La última, respondió el Padre: morirme a tiempo. Con ello dejaba entrever su pleno abandono en las manos de Dios y su humildad; no quería ser un estorbo para sus hijos cuando envejeciese y le faltasen las fuerzas.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. III). Rialp, Madrid, 2003