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31 diciembre 2024

San Josemaría hoy: 1971. Luchar por amor hasta el último instante

Entre los Apuntes íntimos hay una anotación suelta. Probablemente del 31 de diciembre de 1932. Consiste en unas reflexiones sobre la vida y el correr del tiempo. Es, sin duda, un guion para una meditación o una charla. Dice así:
1932. Fin de año. La conclusión del año se presta a serias y provechosas reflexiones, que nos importa no desperdiciar.
Estamos de paso... cometa... ríos... ¡No estamos convencidos! ¡ha desaparecido un año! ¿un año más de vida? ¡un año menos!
Estas frases, sin desarrollar del todo, estas palabras deshilachadas, nos dan el tema de lo transitorio de la vida y de su curso huidizo e irrepetible, cosa no por muy sabida menos verdadera. Continúan luego las consideraciones sobre la caducidad de la vida terrena y el momento final en que seremos despojados de la vestimenta de la carne. Porque así transcurre la vida: a caballo sobre el tiempo. La vida es un viaje. Todos, sin excepción, terminaremos en la estación de la muerte:
Mirad que se acerca el fin: como las olas arriban una tras otra a la playa, como se desprenden poco a poco las hojas... Unos primero, después aquél y el otro... y vosotros y yo. —Nuestra patria: el Cielo.
Un raudal de años había pasado por la vida del Padre cuando el 31 de diciembre de 1971, ya de noche, muy metido en Dios, repensaba el curso de la historia. No los sucesos venturosos de la fundación sino la situación en que se hallaba circunstancialmente la Iglesia. Se le notaba cansado, muy cansado. No son los años; creo que es el amor, decía a sus hijos del Consejo General, que le escuchaban en silencio.
Era grande la noche. Hasta la Villa llegaba el canto de unos villancicos que los alumnos del Colegio Romano entonaban en la sala de estar, al otro lado del jardín. El Padre, como en soliloquio, comenzó a hablar despacio. Trataba de encerrar en pocas palabras los sentimientos de aquel año que acababa. Aquel mismo día había redactado una ficha con sus reflexiones. Había tomado nota de una frase en la que resumía sus pensamientos. Sacó del bolsillo la agenda y les leyó: Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias!
Luego fue hablándoles de su dolor y de su amor por la Santa Iglesia, que atravesaba una larga temporada de tribulación. A esta situación se refería al decirles: No nos podemos desentender de esto. Nos hemos negado al amor de la tierra para salvar almas. ¡Tenemos más deber y más derecho!
Había echado una rápida ojeada al año 1971, porque de sobra sabía cuáles eran los trabajos que venía padeciendo en los últimos años, y también su causa. De manera que, sin dejarse arrastrar por el desaliento, se decidió a recomenzar una vida nueva, limpia y entregada en generoso sacrificio al Señor. No era, propiamente, un cambio de vida. Más bien, una reafirmación de su afán de servicio. Y no lo hacía por hallarse en el umbral de un nuevo año, sino porque todos los días son igualmente buenos para servir a Dios. Según les decía, se pasaba la existencia recomenzando, recomponiendo los rotos de su vida interior, haciendo actos de contrición, arrojándose, arrepentido, en brazos de Dios, como el hijo pródigo de retorno a la casa paterna. Porque la vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición.
Ese 31 de diciembre hizo, pues, confesión general y se aprestó a recomenzar una nueva vida al servicio de la Iglesia. De forma que el "Año nuevo, vida nueva" lo transformó en el lema para 1972: Año nuevo, lucha nueva. Breve espacio era un año para cambiar el estado del mundo. Pero el Padre no era pesimista. No pensaba tan sólo en la fugacidad del tiempo. La buena voluntad de mejorar en la vida interior, con la ayuda de la gracia, haría sobrenaturalmente fecundos esos doce meses:
El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Ayer pasó, y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios!
La Iglesia necesitaba de hijos fieles, que reparasen por los hijos desleales. Se dedicó, pues, a la tarea de meter en el alma de quienes trataba y, lógicamente, de todos sus hijos el amor a la Iglesia y la obligación de desagraviar por las muchas ofensas que se le hacían. Por ese camino se irían aproximando a la santidad. Al menos lucharían en el campo ascético por suprimir defectos y mejorar de vida; ya que, —como explicaba el Padre— la santidad está en tener defectos y luchar contra ellos, pero nos moriremos con defectos.
Buscó la colaboración de sus hijas y de sus hijos. Siguió impulsando a toda la Obra en un decidido empeño de vida interior; y terminó el año recorriendo ciudades españolas y portuguesas en catequesis multitudinarias.

Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. III). Rialp, Madrid, 2003