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1932. Apuros de su familia en Madrid
En esos días, todo eran apremios para el capellán. Le empujaba su confesor. Le empujaba doña Dolores. Las cosas no podían continuar así. Madrid les estaba resultando un purgatorio, se lamentaba la madre. Y don Josemaría no tenía más remedio que reconocer que, efectivamente, toda la familia sufría purificaciones pasivas en la capital, como anota en una catalina del 23 de diciembre.
Doña Dolores se había armado de sosiego y veía caer desgracias sin alterarse:
Es la última vez que apunto cosas de este género —escribe en una nota del 30 de diciembre—: estoy pasmado de ver con qué tranquilidad, como si hablara del tiempo, mi pobre madre decía anoche: "nunca lo hemos pasado tan mal como ahora", y, luego, seguimos hablando de otras cosas, sin perder la alegría y la paz. ¡Qué bueno eres, Jesús, qué bueno! Bien se lo sabrás pagar.
Pero, a las dos semanas de haber hecho el propósito de no escribir más sobre lances familiares, se le escapa otra catalina de excepción.
En esa dura prueba no podía faltar el diablo, padre del desasosiego, que terminó percatándose de cuál era el talón de Aquiles de aquel sufrido sacerdote, e insistió en atacarle por el lado familiar. Ante la sugestión diabólica, el sacerdote se armó de paciencia y reciedumbre para resistir el embate. Esta era su súplica: Jesús, puesto que soy tu borrico, dame la tozudez y fortaleza del borrico, para cumplir tu amable Voluntad.
Mientras tanto doña Dolores, desconocedora aún de la empresa sobrenatural que traía entre manos su hijo, hizo sus gestiones particulares. Sería a principios de febrero de 1932 cuando escribió a Mons. Cruz Laplana, Obispo de Cuenca, con quien le unía cierto parentesco. Le expuso la situación en que se hallaba Josemaría, y le pidió consejo. Por medio del canónigo doctoral, que tenía que pasar por Madrid uno de esos días, daba respuesta el Prelado a doña Dolores. El canónigo en cuestión era don Joaquín María de Ayala (el mismo que en el verano de 1927 pedía a don Josemaría por carta que le recogiese una sotana y le comprase piedras de encendedor); y el contenido del mensaje, una generosa invitación. Lola —le decía el Prelado—, ¿cómo no viene a verme tu hijo? Tengo una canonjía para él.
¿Cómo iba a desaprovechar el demonio esta nueva oportunidad de tentarle? Sobre ello habló con don Norberto, el capellán segundo del Patronato de Enfermos. He aquí la catalina del 15-II-1932:
Luego (a D. Norberto se lo conté, cuando sucedía y después, al sentir la sugestión del enemigo) luego trae a la memoria que el doctoral de Cuenca habló con mamá para que yo fuera a opositar a una canongía vacante en aquella catedral... Después mi padre Director, diciéndome que la Obra había de comenzar en Madrid y que, a toda costa, tenía yo que continuar aquí. En fin, que satanás es listo, malo y despreciable, pero me ha hecho entrever que, como me decía —¡riéndose!— D. Norberto, cuando a mí me parecía que nunca podría ser, puedo perder la alegría y la paz (no las he perdido) y ¡pueden darme disgustos!
De la tentación salió victorioso y dispuesto a apretar a Jesús para que diese a los de su casa, a los Cirineos, con la paz espiritual que ahora tienen, el bienestar material.
Tardó en llegar a la familia un mínimo de bienestar económico. Durante un par de años que Dios se hizo de rogar, las cosas fueron de mal a peor. Lo cual no impidió que el capellán de Santa Isabel, que continuaba con su cruz, exclamase dichoso: — Pues, Señor: yo soy el hombre feliz, que no tenía camisa.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. I). Rialp, Madrid, 1998, 3ª ed.