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Llegaron el día de San Juan, 27 de diciembre de 1946, por la tarde. Venían Encarnita Ortega y Dorita Calvo con tres numerarias auxiliares: Julia Bustillo, Dora del Hoyo y Rosalía López. A poco de aterrizar estaban las cinco en grupo compacto, esperando el equipaje facturado, y rodeadas de bultos de mano, porque carecían de dinero para pagar el exceso de peso. «Estando así —cuenta Encarnita—, las cinco juntas, con el asombro que produce desconocer el país al que se llega, no hablar el idioma y carecer de medios económicos, vimos aparecer a nuestro amadísimo Padre, acompañado de don Álvaro. La alegría fue desbordante, y sentimos el nuevo país como propio».
Salieron en dos coches del aeropuerto de Ciampino; uno de ellos con el equipaje. En el asiento delantero del otro iba el Padre con el conductor. En lugar de dirigirse directamente a casa pasaron cerca del Coliseo y —según recuerda Dorita Calvo—, «inició el Padre con voz muy potente y segura el Credo; parecía como si quisiese transmitirnos la firmeza de su fe», donde tanto cristiano la había refrendado con su sangre.
«La llegada a casa fue emocionante», cuenta Encarnita. Sin duda, la compañía del Padre y el agolpamiento de novedades removían hondas sensaciones. Pero enseguida entraron aquellas mujeres en faena. En el diario de Città Leonina (que, por supuesto, nada tiene que ver con la zona de la Administración, que es Centro aparte) escribe escuetamente el cronista, en esa memorable fecha del 27 de diciembre de 1946: «Por fin hoy llega la Administración [...]. Poco tiempo después de llegar a casa, la cocina y alrededores habían sufrido un cambio total». Y a renglón seguido: «Hoy hemos cenado como Dios manda».
El cargamento de provisiones que traían de Madrid parecía desmentir lo que una semana antes les había escrito el Padre, que, aunque soñaba, no fantaseaba castillos en el aire:
Las que vienen a Roma van a saber lo que es pobreza de veras; lo que es un frío auténtico, húmedo y sin calefacción; lo que es vivir en casa ajena, hasta que forcemos el Corazón de Jesús... Que se preparen, con entusiasmo y con la alegría habitual, a estas pequeñas cosas encantadoras. No es posible hacer fundación de casas sin contradicciones. Y las que he apuntado son bien pocas.
Pronto se acabaron las provisiones y se volvió a la realidad prometida por el Padre, es decir, a las consecuencias propias de la pobreza. Durante 1947, y los años que siguieron, vivieron las estrecheces conforme al espíritu de la Obra: sin rebelarse contra las humillaciones que llevaba consigo el carecer de lo necesario, sin lamentaciones, sonriendo y sin decir siquiera esta boca es mía.
Dorita Calvo hace un breve repaso de la situación: «se carecía de todo: de espacio —ocupábamos medio piso—, se dormía en camas plegables, en el suelo; no había dinero, no podíamos encender la calefacción», etc. Rosalía López completa un tanto el cuadro de la escasez, pero sin excesos ni lamentos: «Pasamos ahí frío y hambre. El oratorio, que era la parte principal del piso, era también muy pobre, y en el resto del edificio no teníamos ni siquiera lo indispensable. Cuando iba un huésped a comer, no teníamos ni sillas ni cubiertos».
Aquel piso de Città Leonina resultaba un excelente instrumento de apostolado. El Padre lo utilizaba para dar a conocer la Obra a muchos dignatarios de la Iglesia: cardenales, obispos, monseñores, consultores y otros miembros de la Curia romana. Se servía del apostolado del almuerzo, de que habla Camino. Era necesario. Era el modo más rápido y directo para tratar y conocer a esas personas, acercándolas a la Obra. Funcionaba el piso a pleno rendimiento. Acudían allí con gusto los invitados. La conversación amable, el ambiente grato, el afecto con que se les acogía, la decoración, y hasta la presentación de los platos que se servían a la mesa, ayudaban a entender la vida de los miembros del Opus Dei. Lo que no veían por parte alguna los invitados era la discreta y callada pobreza, que reinaba, sin embargo, en toda la casa.
De una visita guarda memoria Encarnita Ortega: «recuerdo que cuando vino a visitarnos la Marquesa de Mac Mahón, se quedó maravillada por la casa tan bonita que teníamos... Parecía imposible que aquel piso pudiera causar esa impresión. Pero realmente todo estaba muy cuidado, sin que faltasen unas flores casi siempre cerca de la Virgen; o las persianas entornadas para dar a la habitación una luz especial. Los muchos invitados que tuvimos en aquel rincón romano, se sentían a gusto allí».
Aquella casa tan agradable, que maravillaba a la Marquesa, no era más que parte de un piso realquilado por los vecinos, que ocupaban el resto de las habitaciones. Se trataba de un ático y, por lo tanto, sujeto a las temperaturas extremas: a los calores y a los fríos. Constaba la casa de un vestíbulo amplio y acogedor, que daba entrada a la pieza central que, según la hora del día, hacía de sala de estudio, comedor o cuarto de estar; y por las noches, cuando se desplegaban tres o cuatro colchonetas, de dormitorio. Al lado estaba el cuarto del Padre, único que tenía cama durante el día, y que utilizaban los enfermos.
El cuarto del Padre y la sala de estar daban a una terraza cubierta, aquella en que pasó en oración el Fundador su primera noche en Roma. Don Álvaro vivía en un ensanchamiento del pasillo, donde habían puesto una cama y una silla. La mejor habitación de la casa era el oratorio; no amplio, pero acogedor y sencillo. En la zona de servicio, que estaba en la misma planta, pero absolutamente separada del piso donde vivía el Padre, había un dormitorio para las tres numerarias auxiliares. Las otras dos numerarias durmieron por un tiempo en casa de unos amigos del Padre y, otra temporada, en una residencia.
El ámbito por el que se movían los invitados comprendía el vestíbulo de entrada, la sala de estar —que hacía de comedor— y la terracilla con vistas a San Pedro. Al parecer, la gente siempre se despedía muy contenta. El jueves, 23 de enero de 1947, por ejemplo, tuvieron dos invitados a comer; y anota el cronista en el diario de la casa: «han quedado muy satisfechos; todo les parecía estupendo. Y es que ahora se puede invitar a quien sea a comer en casa».
Semejante elogio, tan tímido, tan indirecto, no permite siquiera entrever las condiciones de trabajo de las administradoras y los continuos apuros que pasaban. En primer lugar, porque no disponían de dinero, que es símbolo universal de adquisición y quien carece de él viene, prácticamente, a carecer de todo. El día que llegaron don Álvaro les dio cinco mil liras para hacer frente a los gastos de la casa. Una casa con diez bocas a la mesa, a las que había que sumar las de los frecuentes invitados. Está de más el insistir sobre el poder adquisitivo de aquellas cinco mil liras de entrada, porque la situación corriente era muy otra. De ella nos habla Dorita Calvo: «Nos pasaban a la administración todo el dinero que había en la casa. Cuando nos faltaba, y por no agobiar al Padre, demorábamos todo lo que podíamos el volver a pedir más. Estando en esta situación —sin una lira— llegó el Padre de la calle una tarde y nos pidió algunas liras para pagar un pequeño gasto que tenía que hacer. No le pudimos dar nada».
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002