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1939. La residencia Jenner y don Fernando Valenciano
Cuando se inauguró el curso 1939-1940 los estudiantes eran una veintena, alguno de ellos antiguo residente de Ferraz. Al año siguiente casi se dobló el número. La transformación llevada a cabo al introducirse años más tarde las máquinas de uso doméstico, para limpieza de suelos, lavado de ropa, frigoríficos, cocinas eléctricas, y otros muchos aparatos electrodomésticos, hacen difícil imaginar lo que supuso para aquellas dos mujeres el cargar de golpe con ese peso. En un principio contaron tan sólo con la ayuda de Eusebia, la empleada del hogar que se trajeron de Santa Isabel. Luego, Carmen tuvo que buscar e ir formando en sus obligaciones al personal femenino que contrataba. Solamente la buena voluntad y el tesón de aquellas dos mujeres explica que salieran triunfantes de la empresa. Porque queda por mencionar la más crítica de las circunstancias: un montón de bocas jóvenes, que esperaban tres comidas abundantes a diario, sin otro recurso que sus cartillas de racionamiento en medio del hambre nacional.
No esperaban recibir paga alguna en premio a sus desvelos. En la Residencia las únicas que cobraban un sueldo eran las empleadas. En Jenner 6 nunca se salió de las deudas, como corrobora el testimonio de un residente. Al presentarse este joven solicitando plaza le pidieron un anticipo, sin decirle, naturalmente, que era para comprar la cama y el colchón en que había de dormir.
La presencia de manos femeninas se adivinaba en los detalles de limpieza y adorno de la casa, en la preparación de las comidas, en el planchado de la ropa, en el esmero con que se trataban los objetos de culto y ropa de altar. Todo ello creaba un ambiente de orden y cuidado al que se acomodaba el comportamiento de los residentes: la cortesía, la corrección en el vestir, el respeto del horario, el no perturbar el estudio...
Cuando comenzó el curso académico 1939-1940, el Padre, para poder dar un impulso personal y directo a las actividades apostólicas, descargó parte de su trabajo en Álvaro del Portillo y en Isidoro Zorzano. Al primero lo nombró Secretario General; y al segundo, Administrador General de la Obra. La Residencia se llenó pronto de visitantes. Los amigos llevaban a los amigos. Uno de los que acudieron a Jenner a mediados de octubre era un estudiante de Ingeniería, llamado Fernando Valenciano. Don Josemaría le habló inmediatamente de la labor de formación que se hacía en la Residencia. «Me trató con gran cariño —cuenta Fernando— y me dijo que aquélla era mi casa, que podía ir cuando quisiera, que había un oratorio. Y nos despedimos. Fue una visita muy breve. Quedé muy impresionado por la alegría y tono sobrenatural de las palabras, su simpatía y sus dotes humanas». A la semana siguiente le llamaron por teléfono. Le explicaron que a las ocho de la tarde había una clase de formación, que daría don Josemaría. Asistieron ocho o nueve estudiantes. La enseñanza del sacerdote tenía un hondo sentido espiritual; y de manera clara, sencilla, exigente y con buen humor, animaba a los asistentes a poner en práctica lo que habían escuchado. Se trataba de cuestiones muy precisas: oración, vida interior, estudio, santa pureza, fraternidad... Los sábados por la tarde don Josemaría dirigía la meditación en el oratorio, daba la bendición con el Santísimo y se cantaba la Salve. Pocas semanas más tarde, el 23 de diciembre, Fernando pedía la admisión en el Opus Dei.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002