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22 diciembre 2024

San Josemaría hoy: 1937. De retiro en Pamplona

1937. De retiro en Pamplona
Cierto día —el 22 de diciembre, para ser exactos— el Vicario había consagrado en la capilla de palacio los cálices que iban a enviarse a los sacerdotes castrenses. Don Josemaría se aseguró de que nadie rondaba por allí: Me quedé un momento solo en la capilla, y puse, para que mi Señor se lo encuentre la primera vez que baje a esos vasos sagrados, un beso en cada cáliz y en cada patena: Eran veinticinco, que regala la Diócesis de Pamplona para el frente.
Había nevado. La temperatura era baja ese mes de diciembre en Pamplona. El frío le calaba los huesos. La meditación de la muerte no caldeó sus sentimientos, pero sí la meditación sobre el juicio, la cual le arrancó de nuevo lágrimas y firmísimos propósitos:
Mucha frialdad: al principio, sólo brilló el deseo pueril de que "mi Padre-Dios se ponga contento, cuando me tenga que juzgar". —Después, una fuerte sacudida: "¡Jesús, dime algo!", muchas veces recitada, lleno de pena ante el hielo interior. —Y una invocación a mi Madre del cielo —"¡Mamá!"—, y a los Custodios, y a mis hijos que están gozando de Dios... y, entonces, lágrimas abundantes y clamores... y oración. Propósitos: "ser fiel al horario, en la vida ordinaria", y, si me lo permite el confesor, "dormir sólo cinco horas, menos la noche del jueves al viernes que no dormiré": concretos y pequeños son estos propósitos, pero creo que serán fecundos.
(Para mejor apreciar la "pequeñez" de los propósitos, es preciso tener en cuenta que durante esos ejercicios renovó también las antiguas penitencias: en la comida, en el sueño y en todo: lo acostumbrado antes de la revolución. Pensaba para sí que, comparados con los hechos en años anteriores, esos ejercicios no merecían la calificación de fuertes. Unos ejercicios fuertes —asegura— no habría podido hacerlos. Suavizados con la caridad del Señor Obispo de Pamplona, sí. Dios, mi Padre, que siempre dispone las cosas maternalmente).
Don Marcelino Olaechea procuraba hacerle llevadero su retiro espiritual, interviniendo en amable tertulia a las horas de comer. El 20 de diciembre apareció en palacio el Delegado Apostólico, monseñor Hildebrando Antoniutti; y cuando, a la hora de la cena, el prelado hizo sentarse a don Josemaría a la diestra del ilustre huésped, todavía llevaba el sacerdote el jersey azul y los pantalones de pana de los Pirineos. (La mera presencia de don Josemaría en tan curiosa indumentaria reclamaba a gritos una sotana. Por eso resulta curioso que, hasta la víspera de la Navidad, no haya en las Catalinas la más leve alusión a ella).
Entre los puntos referentes al trabajo inmediato que se había señalado, para emprender después del retiro, se lee: Debo preocuparme de ver con frecuencia a los nuestros, estar con ellos en discreta relación epistolar (hay censura); y, si se alarga, si se retrasa la toma de Madrid, debo poner una casa —un apeadero— a donde puedan acudir todos, cuando obtengan licencia.

Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002