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19 diciembre 2024

San Josemaría hoy: 1974. Lleva con elegancia su ceguera

1974. Lleva con elegancia su ceguera
El mundo está muy revuelto y la Iglesia también. Quizá el mundo esté como está porque así se encuentra la Iglesia... Querría que en el centro de vuestro corazón, estuviera aquel grito del cieguecito del Evangelio, con el fin de que nos haga ver las cosas del mundo con certeza, con claridad. Para eso no tenéis más que obedecer en lo poco que se os manda, siguiendo las indicaciones que os dirigen los Directores.
Decid muchas veces al Señor, buscando su presencia: Domine, ut videam! ¡Señor, haz que yo vea! Ut videamus!: que veamos las cosas claras en esta especie de revolución, que no lo es: es una cosa satánica.
Fue tanta su insistencia en repetirles y comentar dichas jaculatorias que el grito del ciego de Jericó quedó hincado en sus almas:
Domine, ut videam!, que cada uno vea. Ut videamus!, que nos acordemos de pedir que los demás vean. Ut videant!, que pidamos esa luz divina para todas las almas, sin excepción.
Al felicitarle sus hijas la Pascua, el Padre les propuso, también a ellas, idéntica jaculatoria:
Domine, Señor, ut videam!, ¡que vea! Domine, ut videant!, ¡que vean!; que veamos con la luz del alma, con claridad, con sentido sobrenatural las cosas de la tierra: las que nos parecen grandes y las que nos parecen pequeñas, porque todas se engrandecen cuando hay amor y visión sobrenatural. Que veamos con la luz de nuestra inteligencia, con claridad de ideas, ahora que está lleno el mundo, la Iglesia, de falsedades, de herejías de todos los tiempos, que se levantan como víboras.
Vamos a pedir al Señor que nos conserve unidos, como hasta ahora, en la verdad de la fe. Y después, que veamos todos, todos, con la luz de los ojos, las cosas de la tierra de tal manera que no les demos importancia: son cosas que pasan.
Por debajo de este discurso, el Padre está dialogando con su callado sufrimiento por la Iglesia de Cristo. Por debajo de estas peticiones corre una prolongada metáfora, que va enhebrando dos visiones: una sobrenatural y otra terrena. Porque, en último término, el Padre no pedía luz para sus pupilas enfermas, como pedía el ciego de Jericó. Nunca suplicó al Señor que le librase de sus enfermedades. Buscaba una visión pura del mundo, al que amaba apasionadamente, pero sin estar subyugado por sus atractivos. Pedía que todos viesen, con la luz de los ojos, las cosas de la tierra; pero sin poner en ellas el corazón, desprendidos por entero de cuanto puede ofrecer la feria de este mundo.
Muy pocos sabían en qué estado físico se encontraba. Por esos días, el Padre sufría una ceguera bastante aguda; y era conmovedor ver la elegancia con que llevaba la enfermedad.
Su ojo derecho había perdido dos tercios de la visión; y cuando el 19 de diciembre de 1974 le examinaron en Roma, el oftalmólogo observó una opacidad central en el cristalino del ojo izquierdo, con alteración retiniana. Este diagnóstico lo confirmó más tarde en Madrid el doctor Alejandro Marín Lillo. Pero, gracias a un eficaz tratamiento, la visión, a finales de enero de 1975, había mejorado.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. III). Rialp, Madrid, 2003