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1946. Llegan sus primeras hijas a Roma
Algo se le pegó a don Josemaría de esa particular serenidad que pedía al Señor. Al menos, asimiló el lado positivo de la calma con que procedía la Curia, pudiendo gloriarse, y son palabras suyas, de que: En Roma he aprendido a esperar, que no es poca ciencia. A finales de 1946 se hallaba en pleno aprendizaje, porque todavía aguardaba, con relativa paciencia, muchas cosas de la mano de Dios: desde el dichoso Decretum laudis hasta una casa para impulsar la labor desde Roma, a escala universal. Pero, entre una y otra necesidad —el decreto y la casa— estaba otra más inmediata; a saber: la venida de sus hijas a Roma, porque, es imposible —decía— que continuemos como hasta ahora. (Llevaban las tareas de la casa una empleada del hogar y otra mujer, que le ayudaba en las faenas domésticas; si bien, ninguna de las dos era persona idónea para el trabajo de administrar un Centro).
El Padre, pues, aguardaba la llegada a Roma de sus hijas con ilusión y paciencia, desquitándose de la espera con sus sueños apostólicos; y contemplando en presente la fecunda cosecha del futuro, como escribía a las de la Asesoría Central:
Os acompaño en todas vuestras preocupaciones; ahora mismo pienso en la vida, alegre y sencilla, de santidad que es nuestro camino: y os veo en las residencias, en la editorial, en Los Rosales. Y aquí, cerrando mis pobres ojos de carne, me pongo a soñar junto a San Pedro, y veo ¡hecho! todo lo que está por hacer, que es tanto y tan hermoso: extendida la labor por el mundo, para servicio de nuestra Madre la Santa Iglesia... Si queréis, si sois fieles, alegres, sinceras, mortificadas, almas de oración, todo será y pronto.
Soñaba el Fundador desde la fe, pero sin hacerse doradas fantasías, y recalcando que no vivía en las nubes: no me gusta vivir de la imaginación. ¡Las cuatro patitas en el suelo!, para servir a Dios de veras, bien pendientes de Él por otra parte. Con cierto orden y mucho sentido común, en carta del 16 de diciembre hace las advertencias pertinentes a sus hijas: que cojan el avión y avisen por telegrama quiénes llegan; que todas escriban antes a sus familias, comunicándoles la buena noticia de su ida a Roma; cosas que deben traerse y, finalmente, una indicación que retrata el cariño del Padre, que se preocupaba hasta de los detalles más nimios: que las chicas tengan en cuenta que aquí usan bastante el sombrero.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002