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1970. Amor a la Iglesia
Hacía el Padre grandes esfuerzos para no dejar ver que sus penas corrían a la par que sus lágrimas. Solamente en la intimidad con Dios daba vía libre al desahogo. No podía contener las lágrimas al celebrar misa y en la acción de gracias. Y era tal su intensidad que le produjeron una fuerte irritación de ojos. Temiendo que se tratase de un mal de la vista, le llevaron a que le examinase un oculista. No era nada de importancia médica. Muy bien pudiera tratarse del don divino de lágrimas.
Don Javier Echevarría, que presenció aquel dolor inmenso, testimonia que el Padre tenía el alma triturada desde que, «a partir de la década de los sesenta, comenzó la gran deserción de sacerdotes y religiosos en el mundo entero. Era un clamor dolorido el que afluía a su boca con continuidad. Le dolía la Iglesia, como solía comentar constantemente; le dolían aquellas almas que traicionaban su vocación; le dolían las almas que padecían el escándalo ante aquellas deserciones; le dolía la confusión que procuraban provocar los enemigos de la Iglesia».
Nada de cuanto ocurría a su alrededor resultaba indiferente al Padre. Su disposición natural era la de compartir la alegría o el dolor ajeno. Había en él, por amor a Dios, una decidida propensión a hermanarse misericordiosamente con los sentimientos del prójimo. Si sabía de alguien que padecía, se sentía también afectado, incluso físicamente, en sus entrañas paternales. Esta repercusión del sufrimiento ajeno era fenómeno corriente en su persona. Era algo que le venía de lejos, pues constituía uno de los rasgos característicos de su herencia biológica. Cuando se producía una de esas espontáneas reacciones, sin darle mayor importancia, solía decir a los presentes: no os preocupéis, me viene de familia, porque mi buena madre cuando ocurría una cosa semejante se veía afectada inmediatamente. En tales condiciones, ¿cómo vivir indiferente, cuando era testigo, a diario, de tanta ofensa cometida contra el Señor, el cual había pagado generosamente con su sangre la redención de la humanidad?
Por entonces, los dolores físicos se añadieron enseguida a los morales, de modo que el sufrimiento le corría por cuerpo y alma como por un sistema de vasos comunicantes. Hacia 1970 se vio aquejado de dolencias causadas por la insuficiencia renal crónica que padecía. Se le hincharon las articulaciones en brazos y rodillas, con derrames sinoviales y fuertes molestias, que disimulaba lo mejor que podía. En conversación con sus Custodes (don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría), les comentaba:
poquito es esto que tengo y que quiero ofrecer continuamente al Señor; y también lo otro —mi sufrimiento por la Iglesia—, que eso sí es muy importante, ¡y resulta una buena mezcla! El dolor físico cuesta, pero cuesta más, si se une a un dolor moral que se viene arrastrando desde hace tiempo; pero hay que decir fiat!, aceptando con buen humor la Voluntad de Dios.
La insuficiencia renal le ocasionaba dolores cada vez más fuertes, aunque no por eso dejaba de trabajar intensamente, sobreponiéndose mediante recursos espirituales. Estoy muy cansado —decía a sus hijos un 14 de diciembre de 1970—, y me tengo en pie a fuerza de jaculatorias |# 31|. Sus padecimientos físicos, e igualmente los sufrimientos morales, desembocaban en una dolorosísima preocupación por la Iglesia y por las almas; oyéndosele decir frases que expresaban muy bien sus sentimientos:
Yo amo a la Iglesia con toda mi alma; y he quemado mi juventud, mi madurez y mi vejez por servirla. No lo digo con pena, ya que lo volvería a hacer si viviera mil veces.
Me duele la situación de la Iglesia. Pero qué le vamos a hacer, hay que esperar y pedir al Señor para que acabe esta avalancha.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. III). Rialp, Madrid, 2003