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1937. Paso de los Pirineos
Clareó el 1 de diciembre, con luz fría y cielos nublados. Los estómagos, con hambre, porque apenas les tocó un bocado de sus míseras provisiones. Los cuerpos, húmedos y ateridos de frío. Y, hostigados por un sueño que no terminaba de imponerse, a causa de la incomodidad, de la fatiga y del hambre, se pasaron todo el día arrebujados en las mantas; tres mantas para ocho.
«En estas jornadas llenas de molestias, cansancio, sueño... y hambre, es muy difícil poder seguir nuestras Normas. Pero se siguen. Si no puede ser dedicar el tiempo acostumbrado, se hace más corto todo; pero se hace». Esto se lee en el Diario. Todos hacían las normas de piedad —los ratos de oración, el rosario, las jaculatorias— de camino, entre tropezones, como mejor podían; y al llegar a los refugios reponían fuerzas para la siguiente etapa. El Padre, de noche, rezaba con todos los suyos. De día rezaba por todos los suyos: los de la partida y sus hijos de ambas zonas. El sueño le rendía a medias. Cuando alguien se desvelaba, le cogía, invariablemente, en duermevela. Así le sorprendió Juan la mañana en que un par de milicianos se presentaron en casa Fenollet. Esto registra el Diario en el corral de Baridá, el martes, 30 de noviembre: «El Padre esta jornada no duerme nada». Y el miércoles, primero de diciembre, vuelve a insistir el cronista: «El Padre no duerme». La vigilia era su más cruel enemigo.
Intentaba vencer el sueño en oración. Proseguía tenazmente en oración, mientras le rendía el sueño. Durante las marchas rechazaba la bota de vino azucarado que le ofrecía Juan para darle fuerzas. Todo con el pretexto de que otros lo necesitaban más que él. En las paradas cedía su manta. Y a la hora de repartir el alimento procuraba que tocase más a los otros. Es sorprendente que su naturaleza no se hubiera derrumbado antes de llegar a la frontera.
Estaban a las puertas de Andorra y esto encendía un fulgor de esperanza en lo que iba a ser la última etapa. Por lo demás, todo eran inconvenientes. El torpor del ánimo y la falta de fuerzas les impedía reaccionar. Tenían la ropa desgarrada y el calzado deshecho. A media tarde el cielo se puso fosco. Revoloteaban indecisos algunos copos de nieve cuando los guías les avisaron que había que ponerse en camino. Los del grupo del Padre acababan de consumir un minúsculo pedazo de pan, que era la única provisión que les quedaba, y Juan repartió los últimos terrones de azúcar que guardaba, para los desfallecimientos durante la noche.
En dirección norte alcanzaron un monte (Cerro el Tosal), para descender luego al barranco de Civís, (por donde pasa el camino de Sant Joan Fumat a la Farga de Moles). Esa bajada, entre piedra que se desprendía a la pisada, y árboles y matorral tupido, en el que los fugitivos se dejaban la ropa y la piel, debió ser terrible. «No sé cómo será el camino del infierno, pero cuesta imaginarlo peor que esto —escribe el cronista—. Las caídas de los días anteriores son cosa de broma, comparadas con las de hoy».
Aquel paso del barranco de Civís estaba muy vigilado y, por lo que dijeron los guías, unos destacamentos acuartelados en Argolell habían estado patrullando todo el día ese camino. Dos horas esperaron los fugitivos sin poder moverse, apelotonados junto a la orilla del Civís, con el frío calándoles los huesos, antes de reemprender la marcha. Cruzaron luego cautelosamente el río, hacia la media noche, y treparon una montaña que arrancaba de frente, tan vertical que tenían la sensación de ir dejando un precipicio a sus pies. Las tres de la madrugada serían cuando llegaron a la cumbre (collada de la Cabra Morta) y, saliendo de aquel despeñadero de cabras, bajaron a un bosque en las proximidades de Argolell. Se detuvieron allí una media hora interminable, ocultos detrás de los troncos de los árboles. Pasaron cerca de una casa en que se veía una luz encendida, y rompieron entonces a ladrar locamente los perros. Luego, cruzando el arroyo de Argolell, subieron por la ladera que tenían enfrente. La expedición se había deshecho, desbandada con la precipitación de los últimos momentos, al saber que estaban ya en Andorra. Llevaban un buen rato caminando cuando los del grupo del Padre, presintiendo el alba, se pararon a que amaneciese, para poder orientarse. Sentados en el suelo, envueltos en las mantas y apretados unos contra otros, encomendaron a los Ángeles Custodios que apareciese el guía. A los pocos minutos oyeron unos silbidos, y luego otros. Los buscaban. Alrededor de una hoguera estaban calentándose algunos de la expedición, junto con los guías y los contrabandistas, que, en buena camaradería, les ofrecieron un puesto a la lumbre, pan y chorizo. El guía, Antonio, dijo llamarse José Cirera.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002