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26 de enero de 1934
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei
Cada vez que el capellán se acercaba a la reja del comulgatorio de Santa Isabel le escocía el recuerdo de aquella locución divina: — obras son amores y no buenas razones. (Sin embargo —se decía, doliéndose—, ¡qué vida de tibieza, la mía! ¡qué miserable soy! ¿Hasta cuándo, Jesús, hasta cuándo!). Aquella locución era la espuela que le hacía galopar en sus planes apostólicos, llevándole de Martínez Campos a Luchana y, apenas montada la Academia, haciéndole pensar en un plan de mayor envergadura.
Cuando "los chicos de Josemaría" —como llamaba Santiago a los jóvenes que su hermano llevaba al piso de Martínez Campos— se trasladaron a la Academia, los Escrivá se dieron cuenta de que el sacerdote montaba un hogar independiente. Y su hermano, alma sencilla y sin ningún prejuicio, se lo recordaba con frecuencia:
Cada día, cuando me marchaba de casa de mi madre —contaba muchos años después—, venía mi hermano Santiago, metía las manos en mis bolsillos, y me preguntaba: ¿qué te llevas a tu nido?.
El hogar de doña Dolores tenía muebles, enseres y objetos de calidad, que se habían salvado en la larga peregrinación de Barbastro a Madrid, pero, en cuanto a la marcha económica, no tenía nada que envidiar a la Casa del Ángel Custodio. Ambas casas se mantenían de milagro. Por entonces Carmen, la hermana de don Josemaría, puso en ejercicio sus estudios de la carrera de Magisterio en Logroño. Demasiado bien llevaban los Escrivá las dificultades, y grande era su confianza en la Providencia.
Decidido a aliviar las cargas que pesaban sobre la familia, se le ocurrió a don Josemaría que podían ahorrarse el alquiler de Martínez Campos, si se marchaban a vivir a la casa destinada al capellán de Santa Isabel. Lo consultó con el Vicario de la diócesis y le dieron permiso para presentar una instancia en el Ministerio de la Gobernación, que iba apoyada por una carta de sor María del Sagrario, priora del convento. Exponía el solicitante: que venía desempeñando el cargo de capellán sin recibir retribución oficial alguna; y suplicaba: que se le concediera poder ocupar, como capellán, la casa que en el Convento está designada para quien ejerce ese cargo. La fecha de la instancia es del 26 de enero de 1934; y, antes de enviarla, y después de considerar el asunto en la presencia de Dios, vio que convenía dar ese paso a fin de obtener el nombramiento oficial y estabilizar, de una vez, su situación canónica en Madrid.
Cinco días más tarde se le notificaba que: — «Vista su instancia solicitando se le conceda derecho a casa, por ejercer interinamente el cargo de Capellán de las Reverendas Madres Agustinas recoletas del Monasterio de Santa Isabel y el favorable informe emitido por dicha Comunidad, este Patronato ha acordado acceder a lo solicitado», etc. La respuesta eludía toda referencia al nombramiento. Pero al Rector de Santa Isabel, con cuyo parecer no se había contado, le sentó muy mal la iniciativa del capellán y de las monjas, y más aún la posterior decisión de las autoridades civiles. Por todo lo cual, y para ahorrarse disgustos, don Josemaría decidió no ocupar de momento la casa de Santa Isabel. Más que por lo que pudiera pensar el Rector, lo hizo por otras razones, que recoge ordenada y puntualmente en sus Catalinas:
¿Razones? 1º/ Que no pueden vivir allí los míos, sin vivir yo también. 2º/ Que no conviene que viva yo en el convento, porque me ato más a los míos, cuando suspiro por soltarme. 3º/ Que Jesús quiere, para el curso próximo, el internado: y he de vivir yo en él.
Por entonces ya había visitado Santiago el "nido" de Luchana; y doña Dolores y Carmen no andaban lejos de adivinar lo que se escondía tras la fachada de la Academia y el apostolado de Josemaría, que no tuvo más remedio que mantener por un tiempo en suspenso a la familia, luego de haberles anunciado la respuesta favorable del Ministerio de la Gobernación. En el hogar de los Escrivá hacían preparativos del traslado; y se preguntaban cuándo se mudarían a la vivienda de Santa Isabel. Pero el sacerdote daba largas. Daba vagas excusas. No quería entrar en el tema. No despegaba los labios.
¿Por qué esa resistencia a aceptar lo que suponía un apreciable ahorro en alquileres? ¿Por qué no se iban ya de una vez a Santa Isabel? Cansados de respuestas vagas e insatisfactorias, la familia en pleno, sin andarse por las ramas, abordó seriamente el asunto, el 10 de febrero. ¿Para qué estamos en Madrid, donde pasamos tan mala vida?, le preguntaban. Y el sacerdote, aguantando la pregunta, mientras capeaba en silencio la tormenta, le decía por dentro al Señor: — Tú ya sabes por qué estoy aquí.
Y el Fundador pensaba en las razones que, ordenada y rigurosamente, había recogido días atrás en las Catalinas.