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15 de enero de 1938
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei
Los proyectos a medio plazo que se había fijado el Fundador se extendían hasta la terminación de la
guerra, hasta que llegara el momento de entrar en Madrid. Don Josemaría era de los muchos optimistas,
aunque a veces no lo viera claro, para quienes el final de la contienda resultaba ahora casi inmediato. Motivo
que le urgía a emprender una fecunda campaña apostólica a fin de contar con más almas y medios materiales
para recomenzar otra vez en Madrid. Señor, ¡danos cincuenta hombres que te amen sobre todas las
cosas!, pedía ante el sagrario. Necesito un milloncejo —escribía al Obispo de Vitoria—,
cincuenta hombres que amen a Jesucristo sobre todas las cosas. Pero como no le iban a venir
mansamente a las manos ni las vocaciones ni las pesetas, se preparó para lanzarse en su busca.
Al proyecto inmediato de hablar con cada uno de sus hijos, se agregó éste de la campaña apostólica.
Preveía que sus viajes serían largos y complicados, como escribe a Ricardo el 31 de diciembre de 1937: me
han prometido un salvoconducto muy amplio, para que pueda ver con facilidad a toda mi familia: voy
a viajar más que un camionista. Mentalmente don Josemaría se fue haciendo un itinerario al que incorporó
también otras finalidades, como la de visitar a todos los Obispos para irles dando a conocer la Obra.
En estos días —anunciaba a los Obispos de Pamplona y Administrador Apostólico de Vitoria— saldré
para Palencia, Salamanca y Ávila. Después iré a Bilbao... ¡Estoy hecho un... viajante de mi Señor
Jesucristo!
Acababa de recibir el 15 de enero una efusiva carta de Morán, el Vicario General de Madrid. La tan
esperada respuesta era el empujón que le faltaba para embarcarse en aquellos sufridos trenes y autobuses de
tiempos de guerra, y emprender su recorrido de viajante de Cristo: «No puede V. figurarse —le escribía el
Vicario— la gratísima sorpresa que me ha dado... ¡Gracias a Dios, se encuentra V. entre nosotros!... a
trabajar en su Obra predilecta, que si siempre fue necesaria, mucho más lo ha de ser en la post-guerra».
Unos días antes, como para abrir camino, le llegó una limosna de 1.000 pts. Estaba ilusionado con el viaje.
Tenía puestas en él muchas esperanzas, convencido de que la labor apostólica iba a dar con ello un
considerable estirón. En vísperas del viaje recitaba con entusiasmo las etapas del itinerario a Manolo Sainz
de los Terreros:
Pasado mañana —¡viajante de mi Señor Jesucristo!— emprendo este viaje: Burgos-Palencia; Palencia-
Salamanca: Salamanca-Ávila: Ávila-Salamanca: Salamanca-Palencia: Palencia-León: León-Astorga:
Astorga-León: León-Bilbao: y... qué sé yo: a lo mejor, tengo que largarme a Sevilla.
No hay como ser pobre de Solemnidad, para recorrer el mundo.
Era tanto el alborozo que, escribiendo a Isidoro, le anticipa el éxito del viaje:
El abuelo anda correteando que es un gusto: mañana sale, para seis u ocho capitales. A pesar de todo, el
pobrecito se está poniendo gordo.
[...] ¡Ah! Ese correteo lo hace solo, el abuelito; y dice que va a volver con mucho dinero que le dará
D. Manuel, para arreglar su casa de París. ¡Ojalá sea así!
Tal era el tono jovial y emprendedor del viajante de mi Señor Jesucristo. Pero, veamos, en sus Apuntes,
cómo andaba por dentro:
[...] determino emprender un viaje algo pesado, pero necesario.
Por mi gusto, me encerraría en un convento —¡solo! ¡solo!— hasta que acabara la guerra. Mucha
hambre de soledad. Pero, no mi voluntad, sino la del Señor: y debo trabajar y fastidiarme, bien lejos
del aislamiento. —Tengo también deseos grandes de marcharme de Burgos.
Este agudo sentimiento de soledad era hambre de saciarse a solas de Dios. Se veía, en cambio, obligado a
trajinar de un lado a otro, molido y sin descanso.