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10 enero 2024

Infancia de san Josemaría

10 de enero de 1902
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei

Al día siguiente de nacer, 10 de enero, se le inscribió en el Registro Civil, donde quedó asentado, entre otros datos,

«Que dicho niño nació a las veintidós del día de ayer en el domicilio de sus padres, calle Mayor, nº 26.

Que es hijo legítimo de D. José Escrivá comerciante, de 33 años, y de Dª Dolores Albás, de 23 años, naturales de Fonz y Barbastro respectivamente.

Que es nieto por línea paterna, de D. José Escrivá, difunto, y de Dª Constancia Cerzán [sic], naturales de Peralta de la Sal y Fonz respectivamente.

Y por línea materna, de D. Pascual Albás, difunto, y de Dª Florencia Blanc, naturales de Barbastro.

Y que el expresado niño ha de ser inscrito con los nombres de José María, Julián, Mariano».

La casa familiar, -dice Gondrand-, en la que había nacido el 9 de enero de 1902, estaba en la calle Mayor, haciendo esquina a la plaza del Mercado, a la que, siendo niño, bajaba a jugar, de ordinario bajo los soportales. A veces, se llegaba con sus amigos hasta la tienda de su padre, al otro lado de la Plaza, en la calle General Ricardos. Un penetrante olor a cacao subía de los sótanos del almacén "Juncosa y Escrivá", que abarcaba, como entonces era frecuente en la región, dos actividades: la fabricación de chocolate y la venta de tejidos. Los chicos frecuentaban también el almacén del tío materno, donde, con un poco de suerte, podían conseguir miel o algunas golosinas.

Como su hermana Carmen, dos años y medio mayor que él, había aprendido a leer y a hacer cuentas en el Colegio de las Hermanas de la Caridad. Muy cerca de allí, en Cregenzán, San Vicente de Paúl había encontrado las primeras vocaciones fuera de Francia. Josemaría recuerda con más precisión el Colegio de los Escolapios, adonde, desde los siete años, se dirigía a diario, subiendo por la calle Argensola hacia la catedral.

Al llegar las vacaciones, iban todos a Fonz, no lejos de Barbastro, donde la abuela paterna tenía una casa. Después de cruzar el río, la carretera ascendía suavemente entre almendros y olivos verdigrises. Luego, tras un recodo del camino, aparecían de golpe las casas del pueblo, escalonadas en torno de la maciza iglesia. En Fonz vivía la abuela y también un tío sacerdote, Mosén Teodoro, y su hermana, la tía Josefina. El tío era propietario de una finca, El Palau, situada entre olivos y viñas.

Uno de los mayores placeres de Josemaría, de pequeño, consistía en asistir a la cochura del pan; le encantaba ver cómo la masa era trabajada a fuerza de brazos, añadiendo de vez en cuando un poco de levadura, y cómo los panes, todavía blancos, se introducían luego en el horno ardiente mediante una larga pala de madera. El chico aguardaba, impaciente, el momento en que, ya cocidos, la cocinera abriese la trampilla del horno y le entregase un panecillo en forma de gallo que había colocado junto a las tiernas hogazas.

Encaramándose a las colinas peladas que dominaban el pueblo, podía verse una sucesión de huertos y tierras cultivadas en terrazas. Más a lo lejos, la mirada alcanzaba, de ondulación en ondulación, hasta los contrafuertes de los Pirineos, que cerraban el horizonte.

El regreso terminaba siempre por llegar antes de lo previsto. Con él, volvían los días siempre iguales: las clases en el colegio, la vuelta corriendo a casa, los juegos en la Plaza, las lecturas cada vez más largas y atrayentes, las conversaciones con papá y mamá, más serias y serenas con el paso de los años...

Cuando, ya maduro, había podido reflexionar sobre aquellos años de infancia y de adolescencia, se había dado cuenta de que la profunda influencia que sus padres habían ejercido sobre él se debía a su total disponibilidad, a la confianza con que siempre le habían tratado, soltando las riendas a medida que lo sentían madurar y enseñándole -aunque sólo fuese vigilando sus pequeños gastos- a administrar bien su libertad.

Con todo, no le parecía que él hubiese sido un niño fácil. Aunque pronto se había resignado a que le besasen algunas señoras amigas de su madre (¡una de ellas tenía bigote, y pinchaba!), le sobrevenían a veces rebeliones súbitas que tardó bastante tiempo en dominar... Incidentes sin importancia que ahora le hacen sonreír: el día en que estrelló contra la pizarra el trapo porque el profesor de matemáticas le preguntó algo que no había explicado en clase; o aquel otro, sucedido anteriormente, en el parvulario de las monjas de la Caridad, cuando le acusaron sin razón de haber pegado a una niña -no podía soportar la injusticia- sus protestas porque tenía que aprender latín -el latín, para los curas y frailes...