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4 mayo 2024

Labor de san Rafael antes de la guerra

4 de mayo de 1933

Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei

Aquel joven sacerdote aparecía en la Cárcel Modelo vestido de sotana, «aunque hacer visitas a los detenidos fuera significarse, y exponerse a ser perseguido», comenta José Antonio Palacios, un estudiante encarcelado. Don Josemaría trabó conocimiento con algunos de esos exaltados universitarios. Charlaba con ellos en el locutorio de presos políticos, una larga galería con reja continua y un puño de separación de barrote a barrote. Les recomendaba alegría y buen humor. Les hablaba de la Virgen y de la visión sobrenatural del trabajo, de manera que no cayesen en el ocio y continuaran ofreciendo al Señor unas horas de estudio. Los libros no eran, en tales circunstancias, motivo de preocupación para aquellos agitados estudiantes. Pero el sacerdote les decía las cosas de un modo tan persuasivo —observa José Antonio—, que «para aprovechar el tiempo yo me puse a dar clase y a repasar el francés».

El presentarse en el Arroyo era, de por sí, un acto de heroísmo, por la evidente hostilidad del vecindario, como lo prueba un salvaje atentado, que refiere la hermana San Pablo: «Un día, el 4 de mayo de 1933, asaltaron el Colegio un grupo de hombres que rociaron con gasolina unas dependencias para prenderle fuego, mientras un grupo de mujeres gritaban: "que no quede una viva, son ocho; matadlas a todas". Intervinieron a tiempo los guardias de asalto evitando el incendio».

Don Josemaría se encargaba también de otras catequesis, pues iba con frecuencia a confesar y explicar el catecismo a los chicos recogidos en Porta Coeli, donde las monjas del asilo le cedieron un local para reunirse con sus estudiantes. De ese grupo de estudiantes se invitaba a algunos para las reuniones de los miércoles, también con la esperanza de que saliesen de allí vocaciones, ya fuese para la obra de San Gabriel (padres de familia) ya para la de San Miguel (vocaciones de celibato apostólico).

A título de clase particular daba también por entonces don Josemaría una catequesis a los Sevilla. Esta familia se componía de la prole de dos hermanos viudos, que remediaron su triste situación familiar juntando a todos sus hijos, para formar un hogar único, del que se hizo cargo una hermana soltera, María Pilar Sevilla. En la casa vivían catorce personas, incluido el servicio doméstico. La tía Pilar concertó con el sacerdote una clase de Religión, a la que asistían cuatro o cinco pequeños y las chicas de servicio. Durante 1932 y 1933, dichas clases tenían lugar «dos veces por semana, los miércoles y los sábados, entre las cinco y las seis de la tarde». Las clases eran muy amenas. Se sentaban los pequeños en corro y don Josemaría colocaba delante un libro de texto en una mesa bajita. Cuando hacía referencias a las ilustraciones, las cabecitas de los niños se juntaban, curiosas, junto a la lámina. Otras veces les hablaba de la infancia del Niño Jesús o les contaba cuentos de cuando él era un niño pequeño. El auditorio no se resignaba a que acabara tan pronto la clase. «¡No se vaya D. Josemaría!, era algo que repetíamos todos los días —refiere Severina, que asistía a las clases con los niños y que más tarde profesó de monja con el nombre de sor Benita Casado—. ¿Qué prisa tiene? ¿Por qué tanta prisa?».

El mencionado asalto al Colegio del Arroyo no fue un hecho aislado. El año 1933 había nacido pródigo en violencias, como producto de la demagogia. El levantamiento revolucionario anarquista, que venía precedido de huelgas y actos de terrorismo, estaba fijado para el 8 de enero. Ese día se produjo un aparatoso despliegue del más elemental repertorio revolucionario. Estallaron bombas. Hubo tiroteo con la fuerza pública. Se intentó asaltar algunos cuarteles. Y no faltaron incendios, asesinatos y desórdenes de toda clase en diversas ciudades y pueblos de España. Un buen número de anarcosindicalistas fueron a parar a la Cárcel Modelo, en galerías distintas a las que ocupaban José Antonio Palacios y sus compañeros; pero todos bajaban a pasear y hacer ejercicio al mismo patio.

Cuando don Josemaría fue a visitar a los jóvenes reclusos del verano les encontró reacios a convivir con aquellas gentes tan contrarias a la religión. El sacerdote les aconsejó respeto para con esas personas; lo mejor era mostrarles con cariño sus errores y tratarles amistosamente. Repasad el catecismo —les insistía—, que la doctrina de Cristo es clara: quered a esos hombres, como a vosotros mismos. E incluso les llevó unos catecismos a la cárcel, para que los releyeran. Tras unos días de convivencia pacífica, pusieron en práctica los consejos dados por el sacerdote, como cuenta José Antonio: «organizamos partidos de fútbol mezclados unos con otros. Recuerdo que yo jugaba de portero y mis defensas eran dos anarcosindicalistas. Jamás jugué al fútbol con más elegancia y menos violencia».