Página inicio

-

Agenda

30 mayo 2024

Reflexiones en sus Apuntes Íntimos

30 de mayo de 1936

Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei

Al salir del mes de mayo de 1936, resumía su situación con estas palabras, a cuyo trasluz se adivinan fuertes padecimientos:

Flojillo, flojillo ando de todo, de cuerpo... y de alma, a pesar de mi gran fachada. Esto me hace estar raro. Y no quiero. Ayúdame, Madre nuestra.

Morir es una cosa buena. ¿Cómo puede ser que haya quien tenga miedo a la muerte?... Pero morir, para mí, es una cobardía. Vivir, vivir y padecer y trabajar por Amor: esto es lo mío.

¿Se trataba a sí mismo como a niño pequeño, que no se consuela si no ha soltado antes unos lagrimones y alguien presta atención a sus quejas? No, no era eso, realmente; sino que el Señor le estrujaba amorosamente el alma. Y entonces, recurriendo a la vida de infancia espiritual, exponía tiernamente al Señor sus penas:

Señor, ¿me dejas que me queje un poquitín?, le decía don Josemaría. Hay momentos (por mi miseria: mea culpa), en los que me parece que no puedo más. Ya me quejé. Perdón.

Mi Madre del Cielo ha tenido mucha paciencia conmigo durante este mes de Mayo último. Me porté como un mal hijo
.

Y he aquí que, de repente, hay como una nota suelta de júbilo en sus Apuntes, como si, por fin, el sol rasgase un mar de nubes:

Día 30 de Mayo de 1936: anoche he dormido estupendamente. No me desperté hasta las seis y cuarto. Hace tiempo que no duermo tanto de un tirón. Además tengo una alegría interior y una paz, que no cambio por nada. Dios está aquí: no hay cosa mejor que contarle a El las penas, para que dejen de ser penas.

Tuvo tan sólo dos días de tregua. Tiempo suficiente, sin embargo, para terminar de redactar la Instrucción para los directores, pensando en los nuevos centros que iban a abrirse:

Hoy —con ocasión de las próximas fundaciones en Valencia y en París—, esta Instrucción va dirigida a aquellos hijos que participan de las preocupaciones de gobierno en las casas o Centros de la Obra.

Daba después a los futuros directores los consejos oportunos, transmitiéndoles sus experiencias de director de almas y los principios a los que habían de atenerse en el gobierno.

Muy poco duró ese rayito de sol. Se encapotaron los cielos y sobre su alma se volvieron a cerrar las nubes y los problemas:

Día 5 de Junio, 1936: siento la necesidad de un retiro, de soledad y silencio. No me parece posible lograr unos días así. ¡Qué lástima! Fiat.

Dos semanas más tarde continuaba anhelando un retiro; pero su condición física estaba tan trabajada que no consideró oportuno el encerrarse. Por esos días estaban buscando una nueva casa en Madrid, y otra en Valencia. Por fin, el miércoles, 17 de junio pudo escribir esta catalina:

Esta tarde firman la escritura de compra de la casa. No salió fallida mi esperanza, aunque buenos motivos he dado, en esta temporada, a Jesús, para que nos abandonara. Una prueba más de la divinidad de la Obra: como es de El, no la abandona: si fuera mía, tiempo hace que la habría desamparado.

Le faltó tiempo para echar las campanas al vuelo. Al día siguiente informaba al Vicario General de tan grata noticia:

En Valencia, se está buscando casa y pronto comenzará la instalación [...]. Aquí hay la buena noticia de que ayer se firmó la escritura de compra de la casa de Ferraz 16, que era del Conde del Real.

Entretanto se deslizaban rápidas las fechas. En la calle el ambiente era tenso, con aires de agitación y violencia. Y, en medio del desorden, el Fundador tenía la suficiente presencia de ánimo para anotar en sus Apuntes las metas apostólicas a las que se encaminaba, por encima del caos general de la nación:

¿Madrid? ¿Valencia..., París?... ¡El mundo!

Pasaron unos días y don Josemaría empezó a sentirse "raro". Le venían nada menos que tristezas y melancolías y apabullamientos. Todo ello sin motivos que explicasen cómo y por qué se desvanecía, como el humo al viento, la alegría que siempre le acompañaba. Aquella alegría suya, tan llena de cascabeles y sonajas. Era raro, ciertamente, su estado de ánimo porque, en los últimos días de junio, sin perder la paz ni la tranquilidad, experimentaba una indefinible inquietud de espíritu. Se encontraba tenso, en estado de alerta y de expectación, con ansias de cruz y de dolor y de Amor y de almas. A los dos días de anotar estas palabras, esto es, el 30 de junio de 1936, el presentimiento de que el Señor le esperaba en la Cruz adquiría paulatinamente certeza y consistencia. Y en el umbral de su memoria revivía un suceso pendiente entre él y el Señor. De esto hacía casi siete años:

Agosto de 1929 y agosto de 1936: no sé —sí, lo sé— por qué vienen a mi pensamiento esas dos fechas unidas, anotaba en los Apuntes el último día del mes de junio, o las primeras fechas de julio de 1936.

El hecho a que alude ocurrió el 11 de agosto de 1929. Estaba el sacerdote dando la bendición con el Santísimo en la iglesia del Patronato de Enfermos, cuando pidió al Señor, por arranque espontáneo, una enfermedad fuerte, dura, para expiación. Interiormente le vino la respuesta. La petición estaba concedida. Ahora, de lo más profundo de su ser le subía a flor de conciencia un impulso, a la vez dulce y doloroso, que le llevaba a ofrecerse por Amor en la Cruz de Cristo, como describe en una catalina:

Sin querer, en movimiento instintivo —que es Amor— extiendo los brazos y abro las palmas, para que El me cosa a su Cruz bendita: ser su esclavo —serviam!—, que es reinar.

En la conciencia del sacerdote se hacía presente un deseo encendido de conversión definitiva, de purificación radical de todos sus afectos, hasta de aquellos que de suyo son santos. De cuando en cuando le venía la corazonada de que la fecha de la enfermedad concedida por el Señor estaba próxima, a un mes vista. A veces, pienso —escribe— que aquel ofrecimiento mío de agosto del 29, va a aceptarlo mi Padre-Dios, en el próximo agosto. Lo que no preveía era qué clase de padecimientos le estaban reservados para agosto de 1936, ni de dónde le vendrían. Le asediaba el pensamiento de ofrecerse como víctima expiatoria de la Cruz que se avecinaba, y hacía interiormente esfuerzos por rechazar esa idea, que consideraba exhibicionista y propicia a la vanidad o a la soberbia. La desechaba porque, en la prosa de los mil pequeños detalles diarios, hay poesía más que bastante para sentirse en la Cruz —aún en las jornadas, en las que parece que se perdió el tiempo— ¡víctima!, en una Cruz sin espectáculo.

Por fin le llegaba la hora de estar más cerca del Señor, en la Cruz. Y se animaba a sí mismo: ¡Josemaría, en la Cruz!

Y la Cruz que el Señor le tenía preparada era un holocausto insospechado de amor y de dolor, en desagravio por todos los horrores de la guerra civil española, que estaba ya en puertas.