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2 de marzo de 1935
Pedro Rodríguez, Camino. Edición crítica
207* Agradece, como un favor muy especial, ese santo aborrecimiento que sientes de ti mismo.
Ficha Not. Diciembre del 38 o enero del 39. Redacción sugerida posiblemente por la relectura del mismo guion que inspira a los dos puntos anteriores, en el que se lee:
«Los tres caminos (Quevedo). El santo aborrecimiento de ti mismo».
Pero el punto es sobre todo un dato autobiográfico, una experiencia personal. Ya en sus notas de los EjEsp de 1933 escribió:
«Pecados propios. Propósito: un santo aborrecimiento de mí mismo; y pedir a Dios su gracia, para purificarme con el Amor y la penitencia».
Y en el Cuaderno VIII, nº 1236, anotaba:
«Día 2 de marzo de 1935. -Doy gracias a Dios N. Señor, porque en estos días me ha hecho sentir el santo aborrecimiento de mí mismo».
«Santo aborrecimiento». Concepto y expresión sumamente sorprendente en los parámetros de la cultura contemporánea, que ha hecho de la «autoestima» un ideal y, a veces, una meta a alcanzar como terapéutica de la autoinfravaloración patológica, hoy tan abundante. No menos sorprendente era en los años treinta, según testifica el propio Autor, que, en un guion de un círculo a estudiantes universitarios, anota:
«El santo aborrecimiento de nosotros mismos... ¡extraña frase!».
¿De qué «aborrecimiento» habla el Autor de C, que dirá poco después: «le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la 'soberbia'» (p/274), «al que pueda ser sabio no le perdonamos que no lo sea» (p/332), o «tu aspiración será: […] con los demás, el primero» (p/238)?
El tema es clásico en la tradición de la espiritualidad cristiana, y la formulación literaria -«santo aborrecimiento»-, se acuña en la gran mística del Siglo de Oro. Es un lenguaje que proviene de las palabras mismas de Jesús según San Lucas: «Si alguno viene a mí y no aborrece […] aun su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26); y de aquellas otras que transmite San Juan (12, 25) y que Juan de la Cruz explicará así: el que «renunciare por Cristo todo lo que puede apetecer y gustar, escogiendo lo que más se parece a la cruz -lo cual el mismo Señor por san Juan lo llama aborrecer su alma-, ése la ganará». San Pablo tiene su propia formulación: es el «cuerpo de muerte» (Rm 7, 24) y el «hombre viejo» (Rm 6, 6), que están ahí, que claman «por sus fueros perdidos» (p/707 y 138). El que aborrece «su propia vida», aborrece al «cuerpo de muerte», al «hombre viejo», que no están fuera de mí, sino como implicados con la «nueva criatura en Cristo», el «hombre interior», el «hijo de Dios» que soy por la gracia.
En realidad, las implicaciones de este gran tema ascético, tan central en el Cristianismo, llega a sus modernos desarrollos mediado por la gran tradición patrística, que se hace emblemática en la célebre expresión de San Agustín:
«Dos amores hicieron dos ciudades: el amor de sí mismo, hasta el desprecio de Dios, hizo la ciudad del mundo; el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, hizo la Ciudad de Dios».
El «santo aborrecimiento que sientes de ti mismo» es un don, fruto de una gracia del Espíritu Santo, que permite al cristiano discernir «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 21), el aguijón de la carne, el «fomes peccati» (Trento) que, en su interior, atentan contra el «hombre nuevo». Ya tenemos ciertamente las primicias del Espíritu, pero todavía anhelamos «el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 23). Vid el citado p/707.
Lo «aborrecido» no es, pues, el hombre, criatura de Dios, sino el «hombre viejo», que está ahí y persiste, con su «voz insinuante» (p/707), en llevarnos a la perdición y apartarnos del amor de Dios. El sujeto de ese «aborrecer» es el hombre cristiano, la mujer cristiana, conscientes de su filiación divina, que es el don gratuito e inmerecido de la Trinidad al hombre. Si se capta la «verdad de las cosas», se comprende fácilmente cómo la mayor «autoestima» que cabe en el hombre es precisamente ésta: reconocerse humildemente -pero en toda su impresionante verdad- criatura de Dios e hijo de Dios en Cristo, morada de la Trinidad Santa.
Nótese que éste es el punto que cierra el cap «Mortificación» y dispone al titulado «Penitencia». Es, en efecto, el discernimiento que lleva consigo el «santo aborrecimiento», el que nos hace entender la necesidad de vivir seriamente el espíritu de penitencia y mortificación.