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7 de febrero de 1938
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei
El que don Josemaría hiciera ocasionalmente uso de la máquina de escribir no pasa de ser algo anecdótico. Son contadas las cartas que escribió a máquina. La primera está fechada en Burgos, 7 de febrero de 1938, recién comprada la "Corona" para hacer las hojas de Noticias. Y da la impresión de que la escribió, en parte, para poder probar el artefacto y, en parte, para excitar la curiosidad de Juan Jiménez Vargas:
Jesús te me guarde. Sólo dos palabras, con esta vieja maquinita que nos hemos agenciado hoy mismo: ¿Cuándo podrás venir, hijo?
En su labor de dirección espiritual buscaba el Padre la confidencia y la cercanía. Le desagradaba el anonimato de la letra de molde.
La predilección por la pluma y la tinta es reveladora, ya que muestra la concordancia entre los rasgos de su temperamento y los de su escritura. Él mismo nos explica en qué consiste esa conformidad. Ya sabes que mi letra es de trazos recios, le recuerda a Paco Botella.
Por las manos de don Josemaría, manos finas, nerviosas y expresivas, se escapa la energía de su persona. No llegó a dársele bien la mecanografía. Tecleaba laboriosamente a dos dedos. Cometía frecuentes errores, que borraba con goma o raspaba con una cuchilla de afeitar. «Invariablemente —cuenta Pedro Casciaro— se le rompía el papel»; y, a veces, se cortaba con la cuchilla. Algo parecido le ocurría cuando usaba lápiz, «apretaba tanto que se le rompía la punta».
Una escritura de trazos recios, si ha de ser armónica, exige tinta, letra grande y pluma fuerte. De ahí que, como la del Padre fuese gruesa y robusta, corría entre los suyos la broma de que escribía aposta con letras gordísimas para llenar pronto el papel. No era así, ni de broma. Era, sencillamente, que no podía remediarlo. Un día de finales de marzo en que escribía a Ricardo sobre múltiples e importantes asuntos, luego de haber llenado de letra menuda toda una plana, violentándose a sí mismo para aprovechar papel, pasó a la otra cara y siguió escribiendo, con letras tan minúsculas que acabó rematándolas con una desfallecida exclamación: ¡Vaya letrita! Estoy asustado del esfuerzo. Y, a continuación, como quien se quita un peso de encima, una explosión de esa escritura suya, grande y singular:
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Se define a sí mismo como hombre de ambiciones grandes, anchas y hondas. Ímpetus apostólicos que encuadran en un marco de grandeza moral. Porque el Fundador soñaba a sus anchas con el día —escribe— en que la gloria de Dios nos disperse: Madrid, Berlín, Oxford, París, Roma, Oslo, Tokio, Zurich, Buenos Aires, Chicago...