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La Asunción de la Santísima Virgen
La Iglesia, desde los primeros siglos (V-VI), profesó pacíficamente la fe en la Asunción de María Santísima, en cuerpo y alma, a la vida celestial, como se deduce de la Liturgia, de los documentos devotos, de los escritos de los Padres y de los Doctores. Esta fe multisecular y universal está confirmada por todo el Episcopado en la Carta Apostólica de 1-V-1946, que sirve para ilustrar las razones de su definición dogmática, realizada por Pío XII el 1-XI-1950.
I. Pondré enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo. Aparece así la Virgen Santa María asociada a Cristo Redentor en la lucha y en el triunfo sobre Satanás. Es el plan divino que la Providencia tenía preparado desde la eternidad para salvarnos. Éste es el anuncio del primer libro de la Sagrada Escritura, y en el último volvemos a encontrar esta portentosa afirmación: Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas. Es la Virgen Santísima, que entra en cuerpo y alma en el Cielo al terminar su vida entre nosotros. Y llega para ser coronada como Reina del Universo, por ser Madre de Dios. Prendado está el rey de tu belleza, canta el Salmo responsorial.
El Apóstol San Juan, que seguramente fue testigo del tránsito de María -el Señor se la había confiado, y no iba a estar ausente en esos momentos...-, nada nos dice en su Evangelio de los últimos instantes de Nuestra Madre aquí en la tierra. El que con tanta claridad y fuerza nos habló de la muerte de Jesús en el Gólgota calla cuando se trata de Aquella de quien cuidó como a su madre y como a la Madre de Jesús y de todos los hombres. Exteriormente, debió de ser como un dulce sueño: «salió de este mundo en estado de vigilia», dice un antiguo escritor, en plenitud de amor. «Terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». Allí la esperaba su Hijo, Jesús, con su cuerpo glorioso, como Ella lo había contemplado después de la Resurrección. Con su divino poder, Dios asistió la integridad del cuerpo de María y no permitió en él la más pequeña alteración, manteniendo una perfecta unidad y completa armonía del mismo. Consiguió Nuestra Señora, «como supremo coronamiento de sus prerrogativas, verse exenta de la corrupción del sepulcro y, venciendo a la muerte -como antes la había vencido su Hijo-, ser elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial». Es decir, la armonía de los privilegios marianos postulaba su Asunción a los Cielos.
Muchas veces hemos contemplado este privilegio de Nuestra Señora en el Cuarto misterio de gloria del Santo Rosario: «Se ha dormido la Madre de Dios (...). Pero Jesús quiere tener a su Madre, en cuerpo y alma, en la Gloria. -Y la Corte celestial despliega todo su aparato, para agasajar a la Señora. -Tú y yo -niños, al fin- tomamos la cola del espléndido manto azul de la Virgen, y así podemos contemplar aquella maravilla.
»La Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la Hija, Madre y Esposa de Dios... -Y es tanta la majestad de la Señora, que hace preguntar a los Angeles: ¿Quién es Ésta?». Nosotros nos alegramos con los ángeles, llenos también de admiración, y la felicitamos en su fiesta. Y nos sentimos orgullosos de ser hijos de tan gran Señora.
Con frecuencia, la piedad popular y el arte mariano han representado a la Virgen, en este misterio, llevada por los ángeles y aureolada de nubes. Santo Tomás ve en estas intervenciones angélicas hacia quienes han dejado la tierra y se encaminan ya al Cielo, la manifestación de reverencia que los Angeles y todas las criaturas tributan a los cuerpos gloriosos (9). En el caso de Nuestra Señora, todo lo que podamos imaginar es bien poco. Nada, en comparación a como debió de suceder en la realidad. Cuenta Santa Teresa que vio una vez la mano, sólo la mano, glorificada de Nuestro Señor, y decía después la Santa que, junto a ella, quinientos mil soles claros, reflejándose en el más limpio cristal, eran como noche triste y muy oscura. ¿Cómo sería el rostro de Cristo, su mirada...? Un día, si somos fieles, contemplaremos a Jesús y a Santa María, a quienes tantas veces hemos invocado en esta vida.