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3 noviembre 2026

SAN MARTÍN DE PORRES, Dominico (+1639)

SAN MARTÍN DE PORRES, Dominico (+1639)
Entre los caballeros llegados a Lima por los años de 1579, fue uno de ellos don Juan de Porres, hijodalgo de ilustre familia, sangre limpia, blasones antiguos, hábito de Alcántara, despierto y listo para los negocios de gobierno, apuesto en su porte y buen cristiano. El señor don Juan venía de España a América nombrado gobernador de Panamá. Su estancia en Lima fue corta y de trámite. Durante el tiempo que permaneció en la ciudad de los reyes hubo su mala ventura de tropezar con una joven agraciada, mulata de color, venida a Lima desde Panamá, y que vivía honradamente de su trabajo. Tenía su casita en las afueras de Lima. El hidalgo español frecuentaba aquella casita con grave daño de su honor y del honor de aquella joven. Dos hijos nacieron de aquellos amores clandestinos. Los dos niños se llamaron Martín y Juana. La madre, ayudada del caballero, los crió lo mejor que pudo, educándolos cristianamente, pues era ella fervorosa creyente. Fue el 9 de diciembre de 1579 cuando vió Martín la luz.
Martín comenzó a ser conocido pronto. Su compostura, su humildad y su amor a los pobres le hicieron célebre, no tanto por lo que daba cuanto por los pocos años que contaba al dar. Hubo día en que se privó de su alimento para dárselo a un hombre de color que lo demandaba. En ocasiones burló la vigilancia de su madre para substraer algo en la despensa con que llenar el estómago de algún vagabundo. En las escuelas era de los más aprovechados, a la vez que sentía sobre sí devotamente la autoridad de los maestros, a los que profesaba gran admiración y gran respeto. Las muchas horas que pasaba orando le dieron ya el calificativo de "santo". Martín era un "santo". Uno de los oficios mejor retribuidos en Lima en aquél tiempo era el de "barbero". Por ser en sí mismo humilde no era profesión de hidalgo ni de guerreros. Quedaba para los artesanos. No significaba el oficio lo que hoy significa rapar barbas. Tenía más alta categoría. El "barbero" extraía dientes y muelas, abría las venas a la sangría, recetaba hierbas y emplastos, aliviaba dolores y neuralgias, rasgaba con el bisturí tumores e hinchazones. Necesitaba el "barbero" conocer medicamentos y tener en su casa y a su disposición flores y extractos de plantas para sus curaciones. En realidad, el "barbero" era un médico "de medicina general". Martín demostró, desde las primeras lecciones que le diera un viejo albéitar, rara disposición para el oficio.
El convento dominicano del Rosario de Lima era así como un mesón por donde pasaban y descansaban los que habían de ir a otros puntos, como a Méjico, Guatemala, Ecuador, Costa Rica, Chile, Buenos Aires... La pobreza del convento de fray Martín llegó a tal punto, que el prior, teniendo algunas deudas contraídas en la fábrica del mismo, vióse atropellado por los acreedores que le exigieron la cuantía del dinero. No tenía él en casa con qué satisfacerlos, por lo cual tomó uno de los mejores cuadros que los religiosos habían traído de España y fue a venderlo. Por aquél tiempo había judíos en Lima. Otros objetos de valor acompañaban al cuadro. Fray Martín supo el apuro del prior y supo la determinación del mismo de vender todo aquello. Voló al sitio donde se hacía la venta y tomando al prior aparte, le dijo así: "Ya sé, padre, que tenemos que pagar esa deuda; pero le ruego que no venda el cuadro. Tengo yo otro medio para el pago; quizá lo acepten mejor; me daré en esclavo del acreedor, y con mi trabajo satisfaré la deuda". Usaba un rosario al cuello como todos los dominicos de América, y llevaba otro suspendido de la correa. El rosario para él era el arma sagrada a la que se acogía y en la que confiaba en sus tentaciones y en sus trabajos.

En los cuadros de fray Martín aparece éste conversando con ratones, gatos, perros y alimañas. Todos le escuchan y todos comen en el mismo plato. Todos eran criaturas de Dios. Pero estas criaturas no siempre obran en armonía con el hombre: se interponen en su camino y destruyen algunas de sus obras más útiles para él. Esto sucedía en el convento de dominicos del Rosario de Lima. Todos los hermanos de obediencia estaban quejosos de los ratones. De cuando en cuando aparecían grandes ratas, blancas de pelo y voraces como el cáncer. El hermano sacristán se aprestó al exterminio porque era en la sacristía donde causaban más daño. Telas antiguas venidas de España, terciopelos, estameñas, tejidos de hilo y algodón eran pasto de los ratones. Delante de fray Martín manifestó su propósito, y preparaba algunos venenos para darles muerte.
-No haréis eso, hermano, que son criaturas de Dios y ellos, como los demás seres, tienen derecho a vivir. Dios no hizo nada sin un fin determinado. En la creación nada estorba, todo demuestra alguna perfección del Creador.
-¿Pero es que nos vamos a quedar sin ropas en la iglesia? Venga, hermano Martín, y vea por sus ojos los destrozos que han hecho ya.
-La verdad es que no han estado correctos. No es ése su alimento; pero hermano, la necesidad les ha precipitado y llevado a lo que nunca debieran tocar.
-¿Y quiere su caridad que no nos armemos contra ellos?
-Hay una solución; llevarlos a otra parte.
-¿Adónde, fray Martín?
-Hay unos terrenos más allá de la casa de mi sobrina, donde se les puede acomodar muy bien.
-¿Os atreveríais a conducirlos allí como si fueran mansos corderos?
-Con la ayuda de Dios lo intentaré.
En aquel momento, por debajo de la tarima sobre la que se abría el cajón de las ropas mejores, apareció un ratoncito embigotado, alargando el hocico y moviendo a uno y otro lado los ojos. Fray Martín le llamó amorosamente.
"Un momento, hermano ratón, y acércate un poco más sin miedo. No sé si tú serás culpable o no de los desperfectos que habéis ocasionado en las ropas de la sacristía. De todos modos, hoy mismo tenéis que salir del convento todos. De manera que llevas el recado a los demás para que sin falta, inmediatamente, os reunáis aquí". El hermano sacristán quedó atónito. El ratoncito dio una vuelta en redondo con mucha gracia y salió corriendo hacia el interior de la tarima. La orden corrió por todos los rincones del convento. Unos tras otros fueron llegando a la sacristía docenas y docenas de ratones. Fray Martín les echó en cara su mal comportamiento. El hecho es que nunca volvió a verse un ratón en el convento de dominicos del Rosario. Todos los días, a cualquier hora, fray Martín pasaba por aquel lugar y dejaba grano y pan para sus amiguitos los ratones. Ellos lo celebraban con saltos, rozándole con sus hociquitos los pies.
No fue fray Martín muy aficionado a muchas devociones, pero tenía algunas que no dejaba jamás. Hemos hablado ya de las horas que pasaba ante el Santísimo Sacramento, la devoción con que recibía la sagrada comunión y los éxtasis que padecía en el templo de Santo Domingo. Por derecho propio, después del culto al Sacramento, venía la devoción a la Santísima Virgen del Rosario. En el vestíbulo del refectorio había una imagen de la Santísima Virgen muy devota y de algún mérito artístico. Fray Martín alzaba los ojos a aquella imagen cuantas veces entraba en el refectorio a tomar el alimento. Recabó para sí el cuidado de la misma, y desde muy temprano, la adornaba con ramos de flores recién cortadas en el huerto conventual. Con las flores encendía algunas velitas que los devotos le donaban. Dícese que la Virgen se le aparecía con frecuencia y conversaba con ella amorosamente. Fue un gran contemplativo. El ángel de la guarda tuvo en su corazón y en sus plegarias un lugar muy distinguido. En aquellas largas y nocturnas excursiones por la ciudad de Lima, sin luz en las calles, el ángel de la guarda guiaba sus pasos, barría ante sus pies los obstáculos que se atravesaban y le conducía por entre las tinieblas al convento. De Santo Domingo de Guzmán tomó fray Martín la costumbre de darse tres disciplinas diarias: la una, por la conversión de los pecadores; la otra, por los agonizantes, y la tercera, por las almas del purgatorio. Puntualmente fray Martín hizo lo mismo. Si sangrientas eran las disciplinas de Santo Domingo, no lo eran menos las de fray Martín. La tercera que había de tomar fray Martín no era por mano propia, sino por mano ajena. Un indio, un inca de los convertidos por fray Martín y admirador de su virtud, se había prestado a ser el verdugo dei bienaventurado. "Todo este rigor es por mis muchos pecados. La penitencia, decía, es el precio del amor. ¿Cómo podré salvarme sin penitencia? ¿Cómo podré expirar mis culpas sin martirizar mi cuerpo?"
ANTONIO GARCÍA FIGAR, O. P.