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23 enero 2026

SAN ILDEFONSO, ARZOBISPO DE TOLEDO († 667)

En el año 657 fallecía el arzobispo de Toledo, San Eugenio. La sede vacante fue muy breve. Toledo tenía un plantel de prelados en el monasterio agaliense. Los ojos del clero, que habían de realizar la elección en connivencia con el monarca, luego de recorrer los posibles candidatos, se fijaron en el famoso cenobio con insistencia; la voz del pueblo repetía incesante un nombre que vino finalmente a confirmarse, Ildefonso.
Todos le conocían: estatura prócer, andar grave y perfil de asceta eran los rasgos indeleblemente impresos en cuantos acudieron alguna vez a las solemnidades religiosas del monasterio o vieron desfilar, curiosos y emocionados, a los miembros de alguno de los tres últimos concilios.
Frisaba apenas en los cincuenta y cinco años y era tal el torrente de su elocuencia que, cuando predicaba, parece que el Señor hablaba sirviéndose de su lengua dócil.
Prudente y afable siempre, sabia vindicar con energía los derechos conculcados de la justicia. Se había hecho proverbial entre las gentes la firmeza de su vocación monástica. Educado en la escuela isidoriana, fue al regresar de Sevilla cuando manifestó a sus padres el decidido propósito de abrazar la vida religiosa. Los padres se opusieron al proyecto con tenaz resistencia. Escenas ricas de color urdidas por la leyenda áurea, amiga de las figuras cumbres, matizan de episodios este percance y muchos otros de la biografía ildefonsiana. La historia nos dice tan sólo que, rompiendo al fin con los apegos familiares y las halagüeñas promesas de un porvenir brillante, huyó de la casa solariega; que el padre, airado, le buscó por todas partes y que sus pesquisas resultaron providencialmente infructuosas.
Cuando se vio libre de la persecución paterna corrió a los pies del abad agaliense y le pidió de hinojos el hábito monástico.
Agridulce fue la despedida del monasterio y de los monjes. Retazos de una larga experiencia monacal quedaban prendidos en todos los lugares. Abad por luengos años, había pulsado día tras día el ritmo de aquella colmena donde se libaban ansias evangélicas de perfección. Solamente en el cenobio deibiense las monjas por él dotadas se alegraron con goces puros sin mezcla de tristezas.
En el marco refulgente de la basílica catedral se celebró la consagración del nuevo metropolitano el domingo, 26 de noviembre.
Acostumbrado a sentir las necesidades de las almas, sus obras son eminentemente prácticas. Bastantes se han perdido o han llegado hasta nosotros desconocidas, pero todavía poseemos como documento precioso de valor incalculable para el conocimiento del episcopologio toledano su continuación a los Varones ilustres de San Isidoro, el Tratado sobre el Bautismo y, amén de algunas cartas, composiciones litúrgicas y varias obras apócrifas que se prestigian con su nombre, nos queda de él, como un regalo, el renombrado opúsculo sobre la Perpetua Virginidad de la Madre de Dios. Pero éste recaba para Sí punto y aparte.
Las letras españolas, desde Gonzalo de Berceo (siglo XIII) hasta el maestro Valdivielso († 1638), pasando por el Beneficiado de Ubeda y el insigne Lope de Vega, han glosado con galana antología la devoción de San Ildefonso a la Virgen Santísima.
Tales elogios no son épicas ficciones, sino realidad viva. La aureola mariana circundó en vida la testa noble del arzobispo y la voz que resonó en la Edad Media proclamándole "capellán y fiel notario" de María se prolongó hasta nosotros transformada en piedra y mármoles, forja y pincel.
Debió cundir muy pronto entre los toledanos la noticia de que la fiesta que en honor de la Virgen promulgara el concilio décimo para el 18 de diciembre, había sido establecida a ruegos y propuesta del entonces todavía abad agaliense. Con facundia arrolladora hizo observar a los Padres conciliares que el 25 de marzo, consagrado a celebrar el misterio de la Encarnación, no podía realzarse con las solemnidades debidas por ocurrir siempre este día dentro del tiempo cuaresmal, cargado de ayes y lutos litúrgicos, o en el ciclo absorbente de la Pascua florida.Convenía, por ende, que, sin que desapareciera tal fecha del calendario eclesiástico, se eligiera otra sin agobios ni precedencias rituales en que dignamente pudiera destacarse misterio tan "celebérrimo y preclaro". Insinuó que tal fecha pudiera ser el día octavo antes de la fiesta de Navidad. a la que igualaría en rango cultual.
El concilio aprobó la propuesta y encargó al mismo ponente de la redacción del oficio de la festividad de Santa María, Madre de Dios, festividad que se celebraría todos los años con gran solemnidad litúrgica el día 18 de diciembre.
Para estas fechas ya tenía San Ildefonso compuesto su opúsculo sobre la Perpetua Virginidad de María, tratado indisolublemente unido al nombre de su autor que, perito en todos los estilos literarios, rompió aquí con cánones y moldes para desahogar su corazón en torrencial explosión de afectos. En él, después de rebatir a los herejes que habían negado el singular privilegio de la Madre de Dios, rinde la victoria arrodillado ante la Reina del cielo:
"Concédeme, Señora, estar siempre unido a Dios y a Ti; servirte a Ti y a tu Hijo, ser el esclavo de tu Señor y tuyo. Suyo, porque es mi creador; tuyo, porque eres la Madre de mi Creador; suyo, porque es el Señor Omnipotente; tuyo, porque eres la sierva del Señor de todo; suyo, por ser Dios; tuyo, por ser tú la Madre de Dios (...) El instrumento de que se sirvió para operar mi redención lo tomó de la sustancia de tu ser; el que fue mi Redentor Hijo tuyo era, porque de tu carne se hizo carne el precio de mi rescate; para sanarme de mis llagas con las suyas, tomó de ti un cuerpo vulnerable (...). Soy, por tanto, tu esclavo, pues tu Hijo es mi Señor y eres Tú mi Señora y yo soy siervo tuyo, pues eres la Madre de mi Creador".
La Virgen, Madre y Señora, premió los afanes de su hijo y siervo. Muy pronto el libro De perpetua Virginitate formó parte de la literatura litúrgica partido en siete lecciones. Hacia el final de su vida hizo el autor una nueva distribución de su escrito en seis fragmentos, coronando la obra con un sermón precioso. Se acercaba la fiesta de la Señora.
La noche clara del 17 de diciembre parecía más que nunca un manto para la Virgen, fúlgidamente matizado de estrellas. En aquella noche, el monarca y el pueblo fiel asistirían juntamente con el clero a los solemnes maitines de la festividad. Antes de la llegada de Recesvinto se abrió el atrio episcopal y, a la luz tenue de las antorchas, salió el cortejo que, presidido por el metropolitano Ildefonso, se dirigía al templo catedralicio. Chirriaron las llaves al hacerlas girar los ostiarios en las pesadas cerraduras y los clérigos penetran en la basílica. De pronto advierten que les envuelve cierto resplandor celeste; sienten todos un pavor inaudito; las antorchas caídas de las manos trémulas dan contra el suelo dejando una estela de humo denso. Mientras los acompañantes del prelado huían despavoridos, Ildefonso, dueño de sí, empujado por un estimulo interior, sigue animoso hasta el altar; postrado ante él estaba cuando, al elevar los ojos, descubre a la Madre de Dios sentada en su misma cátedra episcopal. Alados coros de ángeles y grupos de vírgenes, distribuidos por el ábside, forman modulando salmos la más espléndida corona de la Reina del cielo. Era este el instante en que los clérigos huidizos, envalentonados con la compañía de otros muchos, tornan al templo en busca del prelado. Tampoco pueden sus ojos resistir la presencia de aquel espectáculo y vuelven a huir. Maternalmente la Virgen María invita a Ildefonso a acercarse a Ella y con palabras, recordadas después con gozo inefable, alaba al siervo bueno y le hace entrega, en prenda de la bendición divina, de una vestidura litúrgica traída de los tesoros del cielo.
Envuelta en el mismo fulgor celeste, escoltada de ángeles y vírgenes, torna a la gloria la Reina del cielo. En el templo a oscuras quedó un lugar sacrosanto, una vestidura celestial y el corazón agradecido del hijo bueno premiado por su Madre.
No fue éste el único hecho milagroso que los testigos coetáneos transmitieron a las generaciones siguientes. En la vida de Santa Leocadia (9 de diciembre) refiérese también otro que tuvo por escenario la basílica martirial de la santa virgen toledana
Ojos que habían visto las lumbres del cielo no pudieron resistir mucho tiempo eclipses terrenales. El 22 de enero del 667 celebró el monarca los dieciocho años cumplidos de su elevación al trono. Al día siguiente expiró Ildefonso después de haber pontificado en la sede regia nueve años y casi dos meses.
Siguiendo una tradición prelacial toledana, el cadáver del metropolitano Ildefonso recibió sepultura en la basílica de Santa Leocadia. Sobre él, como epitafio, se podía haber puesto aquel elogio, escrito por su primer biógrafo, donde se le recuerda como Sol de España. "antorcha encendida, áncora de la fe".
Allí descansó hasta mediados del siglo VIII, en que para poner a salvo sus restos venerables de la persecución de Abderramán I, los mozárabes los trasladaron a Zamora, donde se conservan.
JUAN FRANCISCO RIVERA RECIO