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I. Santa María, Madre de Dios.
Hemos contemplado muchas veces a María con el Niño en sus brazos, pues la piedad cristiana ha plasmado de mil formas diferentes la festividad que hoy celebramos: la Maternidad de María, el hecho central que ilumina toda la vida deja Virgen y fundamento de los otros privilegios con que Dios quiso adornarla. Hoy alabamos y damos gracias a Dios Padre porque María concibió a su Único Hijo por obra y gracia del Espíritu Santo, y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo nuestro Señor. Y a Ella le cantamos en nuestro corazón: Salve, Madre santa, Virgen, Madre del Rey, pues realmente la Madre ha dado a luz al Rey, cuyo nombre es eterno; la que lo ha engendrado tiene al mismo tiempo el gozo de la maternidad y la gloria de la virginidad.
Santa María es la Señora, llena de gracia y de virtudes, concebida sin pecado, que es Madre de Dios y Madre nuestra, y está en los cielos en cuerpo y alma. La Sagrada Escritura nos habla de Ella como la más excelsa de todas las criaturas, la bendita, la más alabada entre las mujeres, la llena de gracia, la que todas las generaciones llamarán bienaventurada. La Iglesia nos enseña que María ocupa, después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros, en razón de su maternidad divina. Ella, «por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada sobre todos los ángeles y los hombres». Por ti, Virgen María, han llegado a su cumplimiento los oráculos de los profetas que anunciaron a Cristo: siendo Virgen, concebiste al Hijo de Dios y, permaneciendo virgen, lo engendraste.
El Espíritu Santo nos enseña en la primera lectura de la Misa de hoy que, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mu¬jer, nacido bajo la Ley... Jesús no apareció de pronto en la tierra venido del cielo, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de la Virgen María. Jesús, en cuanto Dios, es engendrado eternamente, no hecho, por Dios Padre desde toda la eternidad. En cuanto hombre, nació, «fue hecho», de Santa María. «Me extraña en gran manera -dice por eso San Cirilo- que haya alguien que tenga alguna duda de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿por qué razón la Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos transmitieron los discípulos del Señor, aunque no emplearan esta misma expresión. Así nos lo han enseñado también los Santos Padres». Así lo definió el Concilio de Efeso.
«Todas las fiestas de Nuestra Señora son gran¬des, porque constituyen ocasiones que la Iglesia nos brinda para demostrar con hechos nuestro amor a Santa María, -comenta Mons. Escrivá de Balaguer-. Pero si tuviera que escoger una, entre esas festividades -añade-, prefiero la de hoy: la Maternidad divina de la Santísima Virgen [...].
»Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verda¬dero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre -sin confusión- la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios».
A Nuestra Señora le será muy grato que en el día de hoy le repitamos, a modo de jaculatoria, las palabras del Avemaría: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros.
F.F. CARVAJAL