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El 3 de diciembre de 1552 moría frente a la costa china, en una choza de la isla de Sancián, San Francisco Javier.
La noticia de este hecho, que tanto suponía para la marcha de las misiones asiáticas, llegó a Roma casi tres años después. En febrero de 1555, como un rumor no confirmado, en octubre, como un hecho cierto, pero rodeado de tales detalles en cuanto a la traslación del cuerpo desde Sancián a Malaca y Goa, su estado incorrupto y los milagros que se le atribuían, que el nombre de Javier pasó presto a tener esa resonancia apostólica ante el pueblo cristiano que hasta hoy le caracteriza.
¿Quién era aquel misionero y cuáles sus hazañas?
Francisco de Javier, cuyos apellidos debieron haber sido Jassu, Azpilcueta, Atondo y Aznárez de Sada, nació el 7 de abril de 1506 en el castillo de Javier, situado en los confines de Navarra, frente a Aragón, a ocho kilómetros de Sangüesa, 54 de Pamplona y uno de las márgenes del río Aragón.
Los once años de Paris, como estudiante primero y como maestro algún tiempo en la Universidad de París (1525-1536), marcaron la etapa decisiva de la vida de Javier.
Hoy se conoce con profusión de datos la vida universitaria parisiense relacionada con el Santo. Conocemos el funcionamiento de sus colegios, divididos por naciones o grandes regiones, y en los que se daba la enseñanza principal, así como los nombres de los profesores y mil detalles de la vida diaria de aquella masa de estudiantes, verdadera ciudad libre dentro del recinto de París.
Los estudios duraban alrededor de once años. Javier escogió el colegio de Santa Bárbara, fundado en 1520 bajo la protección del rey de Portugal, donde concurrían estudiantes de las diferentes partes de la Península Ibérica. Comenzó sus estudios como porcionario, que se pagaba toda la pensión, con un fámulo a su servicio y un caballo para sus deportes y utilidad. Por octubre de 1525 entró en las aulas universitarias, se graduó en Letras en la Cuaresma de 1526, se licenció en Filosofía en agosto de 1530, obtuvo una clase de Filosofía en el colegio de Dormans-Beauvais y prosiguió juntamente sus estudios teológicos hasta fines de 1536, en que partió para Italia con sus compañeros a unirse con Ignacio.
Ignacio supo insinuarse en su corazón, a pesar de los recuerdos de luchas pasadas en campos políticos opuestos y de la poca apariencia del incomparable conductor de hombres, que vino providencialmente a vivir en la misma casa y en la misma cámara que el maestro valenciano Juan de la Peña, el angelical saboyano Pedro Fabro y Javier.
Las prevenciones de Javier no pudieron impedir a la larga el acercamiento con Iñigo, que, lejos de oponérsele, le llevó discípulos, le sacó de algún apuro económico y pudo, por fin, penetrar en el interior de aquella alma y comunicarle sus proyectos, sus ideas, su modo de ser.
En 1534 Javier estaba ganado, y, aun antes de hacer el mes de ejercicios espirituales, que le armaría para los duros combates de la vida, se alistó en el pequeño escuadrón ignaciano de los primeros votos de Montmartre, 15 de agosto de 1534.
Javier completó su formación espiritual junto a Ignacio en Italia, ejercitó sus primeros ministerios apostólicos en favor de las almas, gustó más el sentido católico de la vida junto a la cátedra de San Pedro en Roma, y recibió las sagradas órdenes en Venecia. Para coronamiento de estas actividades vivió varios meses en Roma como secretario del mismo San Ignacio, en aquellos tiempos en que estaban estudiando su futuro régimen de vida al ver fallidas providencialmente las esperanzas y planes de su viaje a Jerusalén y su vida apostólica en Palestina. La impresión que guardaron sus compañeros de todos estos años fue la de una santidad incontenible y de una admirable disposición para toda clase de apostolados. Su don de gentes se impuso en Roma y en Bolonia; su heroicidad, en los hospitales, mientras aprendía junto a su padre del alma los métodos del gobierno espiritual.
Un día se presentó ante Ignacio el embajador de Portugal, don Pedro de Mascareñas, con un encargo de su rey, don Juan III, que señalaría el comienzo de una sólida amistad del monarca lusitano con Loyola y Javier. Deseaba aquel consolidar sus empresas oceánicas impulsando vigorosamente la evangelización de las nuevas regiones descubiertas en la India y el Brasil. Por insinuación de don Diego de Gouvea, regente de Santa Bárbara, de París, que allí había conocido a aquellos compañeros de Inigo y luego se había enterado de sus intentos y actividades en Italia, el rey supo las cualidades y condiciones del grupo ignaciano, sondeó la realidad por medio del embajador en Roma y propuso al Papa su deseo de invitarlos para las Indias.
Javier no es un misionero más que va al Oriente a ocupar un puesto cualquiera en un lugar determinado. Su misión y su destino es mucho más complejo.
Va, en primer lugar, como nuncio o legado pontificio.
Y algo parecido podríamos decir con respecto al rey de Portugal, que, prendado de sus virtudes y cualidades, deseaba que fuera una especie de visitador privado y oficioso de la vida religiosa de los establecimientos lusitanos del Oriente.
Francisco llegaba a Goa con la idea de marchar cuanto antes al cabo Comorín y costa de Pesquería, donde el gobernador general que le llevaba en su flota, Martín Alfonso de Sousa, había conseguido establecer una misión de cristianos en un mando anterior.
Fomentó el clero indígena, la enseñanza y los catecismos. Su salud, sus conocimientos, sus dones de trato personal, su valor a toda prueba, y sobre todo su santidad, superaron todos los obstáculos. Consiguió dejar cristiandades en todos los puntos estratégicos del Extremo Oriente, ampliar el conocimiento de todas aquellas regiones. Sin intentarlo forjó un parecido oriental suyo con el San Pablo mediterráneo que admira la historia.
No es extraño, por lo mismo, que al saber de cierto su muerte, con las circunstancias de su traslación y sepultura, el mismo San Ignacio, que ya tenía en Roma una antologia epistolar proveniente de Asia acerca de la fama de santidad de Javier, iniciara los primeros pasos para la glorificación de su hijo. Beatificado en 1619, fue canonizado a los tres años, 12 de marzo de 1622, juntamente con San Ignacio, Santa Teresa de Jesús, San Felipe Neri y San Isidro Labrador. Pronto se le declaró Patrón de las misiones del Oriente.
San Pío X lo constituyó protector de la Obra de la Propagación de la Fe, y Pío XI le declaró en 1927 junto con Santa Teresa de Lisieux, Patrón universal de las misiones católicas.
LEÓN LOPETEGUI, S. I.