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Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VII
Esta fiesta conmemora la fundación de la Orden de los Mercedarios, dedicada en sus orígenes a la
redención de cautivos. Cuenta una piadosa tradición que la Santísima Virgen se apareció la misma noche al
rey Jaime I de Aragón, a San Raimundo de Peñafort y a San Pedro Nolasco, pidiéndoles que instituyesen una
Orden con el fin de libertar a los cristianos que habían caído en poder de los musulmanes. En recuerdo de
este hecho se creó esta fiesta, que el Papa Inocencio XII extendió a toda la Cristiandad en el siglo XVII.
Actualmente se celebra en algunos lugares. Tiene una Misa propia en las MISAS DE LA VIRGEN MARIA,
publicadas por Juan Pablo II. Es la Patrona de Barcelona.
I. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la
misericordia, como lo había prometido a nuestros padres.
A la Virgen Santísima se la venera con el título de la Merced en muchos lugares de Aragón, Cataluña y
del resto de España y de América latina. Bajo esta advocación nació una Orden religiosa, que tuvo como
misión rescatar cautivos cristianos en poder de los musulmanes. Hoy, la Orden dedica sus afanes
principalmente a librar a las almas de los cristianos de las cadenas del pecado, más fuertes y más duras que
las de la peor de las prisiones. En la fiesta de nuestra Madre, debemos acordarnos de nuestros hermanos que
de diferentes modos sufren cautiverio o son marginados a causa de su fe, o padecen en un ambiente hostil a
sus creencias. Se trata en ocasiones de una persecución sin sangre, la de la calumnia y la maledicencia, que
los cristianos tuvieron ya ocasión de conocer desde los orígenes de la Iglesia y que no es extraña en nuestros
días, incluso en países de fuerte tradición cristiana.
Dios padece, también hoy, en sus miembros. Naturalmente, «no llora en los cielos, donde habita en una
luz inaccesible y donde goza eternamente de una felicidad infinita. Dios llora en la tierra. Las lágrimas se
deslizan ininterrumpidamente por el rostro divino de Jesús, que, aun siendo uno con el Padre celestial, aquí
en la tierra sobrevive y sufre (...). Y las lágrimas de Cristo son lágrimas de Dios.
»De este modo, Dios llora en todos los afligidos, en todos los que sufren, en todos los que lloran en
nuestro tiempo. No podemos amarlo si no enjugamos sus lágrimas». La Pasión de Cristo, en cierto modo,
continúa en nuestros días. Sigue pasando con la cruz a cuestas por nuestras calles y plazas. Y nosotros no
podemos quedar indiferentes, como meros espectadores.
Hemos de tener un corazón misericordioso para todos aquellos que sufren la enfermedad o se encuentran
necesitados. Debemos pedir unidos en la Comunión de los Santos por todos aquellos que de algún modo
sufren a causa de su fe, para que sean fuertes y den testimonio de Cristo. Y de modo muy particular hemos
de vivir la misericordia con aquellos que experimentan el mayor de los males y de las opresiones: la del
pecado.
La Primera lectura de la Misa nos habla de Judit, aquella mujer que con gran valentía liberó al Pueblo
elegido del asedio de Holofernes. Así cantaban todos, llenos de alegría: Tú eres la gloria de Jerusalén, tú eres
el honor de Israel, tú eres el orgullo de nuestra raza. Con tu mano lo hiciste, bienhechora de Israel... La
Iglesia aplica a la Virgen María de la Merced este canto de júbilo, pues Ella es la nueva Judit, que con su fiat
trajo la salvación al mundo, y cooperó de modo único y singular en la obra de nuestra salvación. Asociada a
su Pasión junto a la Cruz, es ahora elevada a la ciudad celeste, abogada nuestra y dispensadora de los tesoros
de la redención. A la Virgen de la Merced acudimos hoy como eficaz intercesora, para que mueva a esos
amigos, parientes o colegas que se encuentran alejados de su Hijo para que se acerquen a Él, especialmente a
través del sacramento de la Penitencia, y para que fortalezca y alivie a quienes de alguna forma sufren
persecución por ser fieles en su fe.
II. En el Evangelio de la Misa leemos el momento en que el Señor nos dio a su Madre como Madre
nuestra: Jesús, al ver a su Madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu
hijo. Luego, dijo al discípulo: Ahí tienes a tu Madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.
Nos dio a María como Madre amantísima. Ella cuida siempre con afecto materno a los hermanos de su Hijo
que se hallan en peligros y ansiedad, para que, rotas las cadenas de toda opresión, alcancen la plena libertad
del cuerpo y del espíritu. Sus manos están siempre llenas de gracias y dones de mercedes para derramarlos
sobre sus hijos. Siempre que nos encontremos en un apuro, en una necesidad, hemos de acudir, como por
instinto, a la Madre del Cielo. Especialmente si en algún momento se nos presenta una dificultad interior
esos nudos y enredos que el demonio tiende a poner en las almas que separan de los demás y hacen
dificultoso el camino que lleva a Dios. Ella es Auxilio de los cristianos, como le decimos en las Letanías,
nuestro auxilio y socorro en esta larga singladura que es la vida, en la que encontraremos vientos y
tormentas.
De mil maneras, los cristianos hemos acudido a Nuestra Señora: visitando sus santuarios, en medio de la
calle, cuando se ha presentado la tentación, con el rezo del Santo Rosario... Uno de los testimonios más
antiguos de la devoción filial a la Virgen se halla en esa oración tantas veces repetida: Sub tuum praesidium
confugimus... «Nos acogemos bajo tu protección, Santa Madre de Dios: no desprecies las súplicas que te
dirigimos en nuestra necesidad, antes bien sálvanos siempre de todos los peligros, Virgen gloriosa y
bendita», y en la oración Memorare o Acordaos, que podemos rezar cada día por aquel de la familia que más
lo necesite.
A Ella le decimos con versos de un poeta catalán, puestos en una hornacina de una calle de Barcelona:
Verge i Mare// consol nostre,// femnos trobar el bon camí.// Jo sóc home,// sóc fill vostre.// Vos l'estel, yo el
pelegrí. «Virgen y Madre, consuelo nuestro, haznos encontrar el buen camino. Yo soy hombre, soy hijo
vuestro. Tú eres la estrella, yo el peregrino». Tú iluminarás siempre mi camino.
III. Mujer, ahí tienes a tu hijo. Al aceptar al Apóstol Juan como hijo suyo muestra su amor incomparable
de Madre. «Y en aquel hombre oraba el Papa Juan Pablo II te ha confiado a cada hombre, te ha confiado a
todos. Y Tú, que en el momento de la Anunciación, en estas sencillas palabras: He aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38), has concentrado todo el programa de tu vida, abrazas a todos,
buscas maternalmente a todos (...). Perseveras de manera admirable en el misterio de Cristo, tu Hijo
unigénito, porque estás siempre dondequiera están los hombres sus hermanos, dondequiera está la Iglesia».
Sus manos se encuentran siempre llenas de gracias, siempre dispuestas a derramarlas sobre sus hijos.
San Juan recibió a María en su casa y cuidó con suma delicadeza de Ella hasta que fue asunta a los Cielos
en cuerpo y alma: Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa. «Los autores espirituales han visto
en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que
pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María
quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su
maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre». ¡Muestra que eres Madre! ¡Tantas veces se
lo hemos pedido! Nunca ha dejado de escucharnos. No olvidemos nunca que la presencia de la Virgen en la
Iglesia, y por tanto en la vida de cada uno, es siempre «una presencia materna», que tiende a facilitarnos el
camino, a librarnos de los descaminos pequeños o grandes a los que nos induce nuestra torpeza. ¡Qué sería
de nosotros sin sus desvelos de madre! Procuremos nosotros ser buenos hijos.
Nuestra Señora está siempre atenta a sus hijos. Continúa el poeta catalán diciendo: ¿Per que ens miren,
Verge Santa, // amb aquests ull tan oberts?... ¿Por qué nos miras, Virgen Santa, // con esos ojos tan abiertos?
// ¡Crea siempre en el alma // un santo estremecimiento! // Que los milagros de antaño // se repitan hoy en
día, // ¡líbranos del pecado // y de una vil cobardía!