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13 septiembre 2024

San Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla y doctor de la Iglesia, 407

Catequesis de Benedicto XVI

¡Queridos hermanos y hermanas!

Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de San Juan Crisóstomo (407-2007). Juan de
Antioquía, llamado Crisóstomo, esto es, «Boca de oro» por su elocuencia, puede decirse que sigue vivo hoy,
también por sus obras. Un anónimo copista dejó escrito que éstas «atraviesan todo el orbe como rayos
fulminantes». Sus escritos también nos permiten a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que
repetidamente se vieron privados de él a causa de sus exilios, vivir con sus libros, a pesar de su ausencia. Es
cuanto él mismo sugería desde el exilio en una carta (Cf. A Olimpiade, Carta 8,45).

Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desarrolló
allí el ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de
Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos exilios, seguidos en
breve distancia uno del otro, entre el año 403 y el 407. Nos limitamos hoy a considerar los años antioquenos
del Crisóstomo.

Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, quien le transmitió una exquisita
sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. Frecuentados los estudios inferiores y superiores, coronados
por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre rétor del
tiempo. En su escuela, Juan se convirtió en el más grande orador de la antigüedad tardía griega. Bautizado en
el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en 371. Este
hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en el cursus eclesiástico. Frecuentó, de 367 a 372, el Asceterio,
un tipo de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después
obispos, bajo la guía del famoso exégeta Diodoro de Tarso, que encaminó a Juan a la exégesis históricoliteral,
característica de la tradición antioquena.

Se retiró después durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro
otros dos años que vivió solo en una gruta bajo la guía de un «anciano». En ese período se dedicó totalmente
a meditar «las leyes de Cristo», los Evangelios y especialmente las Cartas de Pablo. Enfermándose, se
encontró en la imposibilidad de cuidar de sí mismo y por ello tuvo que regresar a la comunidad cristiana de
Antioquia (Cf. Palladio, Vita, 5). El Señor –explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el
momento justo para permitir a Juan seguir su verdadera vocación. En efecto, escribirá él mismo que, puesto
en la alternativa de elegir entre el gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida monástica, habría
preferido mil veces el servicio pastoral (Cf. Sobre el sacerdocio, 6,7): precisamente a éste se sentía llamado
el Crisóstomo. Y aquí se realizó el giro decisivo de su historia vocacional: ¡pastor de almas a tiempo
completo! La intimidad con la Palabra de Dios, cultivada durante los años del eremitismo, había madurado
en él la urgencia de predicar el Evangelio, de dar a los demás cuanto él había recibido en los años de
meditación. El ideal misionero le lanzó así, alma de fuego, a la atención pastoral.

Entre el año 378 y el 379 regresó a la ciudad. Diácono en 381 y presbítero en 386, se convirtió en célebre
predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de aquellas
conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata
de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus Santos. El año 387 fue el «año heroico» de
Juan, el de la llamada «revuelta de las estatuas». El pueblo derribó las estatuas imperiales en señal de
protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia con motivo de los
inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías de las estatuas,
orientadas a la penitencia y a la conversión. Le siguió el período de serena atención pastoral (387-397).

El Crisóstomo se sitúa entre los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700
homilías auténticas, los comentarios a Mateo y a Pablo (Cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios
y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Transmitió, en cambio, la doctrina tradicional
y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, esto
es, por la negación de la divinidad de Cristo. Es por lo tanto un testigo fiable del desarrollo dogmático
alcanzado por la Iglesia en el siglo IV-V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la
preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Es
éste, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos a
recibir el Bautismo. Próximo a la muerte, escribió que el valor del hombre está en el «conocimiento exacto
de la verdad y rectitud en la vida» (Carta desde el exilio). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y
rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe traducirse en vida. Toda intervención suya se orientó
siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y
traducir en la práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.

Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el desarrollo integral de la persona, en las
dimensiones física, intelectual y religiosa. Las diversas etapas del crecimiento son comparadas a otros tantos
mares de un inmenso océano: «El primero de estos mares es la infancia» (Homilía 81,5 sobre el Evangelio de
Mateo). En efecto «precisamente en esta primera edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud».
Por ello la ley de Dios debe ser desde el principio impresa en el alma «como en una tablilla de cera»
(Homilía 3,1 sobre el Evangelio de Juan): de hecho es ésta la edad más importante. Debemos tener presente
cuán fundamental es que en esta primera fase de la vida entren realmente en el hombre las grandes
orientaciones que dan la perspectiva justa a la existencia. Crisóstomo por ello recomienda: «Desde la más
tierna edad abasteced a los niños de armas espirituales y enseñadles a persignar la frente con la mano»
(Homilía 12,7 sobre la Primera Carta a los Corintios). Llegan después la adolescencia y la juventud: «A la
infancia le sigue el mar de la adolescencia, donde los vientos soplan violentos..., porque en nosotros crece...
la concupiscencia» (Homilía 81,5 sobre el Evangelio de Mateo). Llegan finalmente el noviazgo y el
matrimonio: «A la juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que sobrevienen los compromisos
de familia: es el tiempo de buscar esposa» (Ibíd. ). Del matrimonio él recuerda los fines, enriqueciéndolos –
con la alusión a la virtud de la templanza– de una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien
preparados cortan así el camino al divorcio: todo se desarrolla con gozo y se pueden educar a los hijos en la
virtud. Cuando nace el primer hijo, éste es «como un puente; los tres se convierten en una sola carne, dado
que el hijo reúne a las dos partes» (Homilía 12,5 sobre la Carta a los Colosenses), y los tres constituyen «una
familia, pequeña Iglesia» (Homilía 20,6 sobre la Carta a los Efesios).

La predicación del Crisóstomo tenía lugar habitualmente en el curso de la liturgia, «lugar» en el que la
comunidad se construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única Iglesia
(Homilía 8,7 sobre la Carta a los Romanos), la misma palabra se dirige en todo lugar a todos (Homilía 24,2
sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión eucarística se hace signo eficaz de unidad (Homilía
32,7 sobre el Evangelio de Mateo). Su proyecto pastoral se insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los
fieles laicos con el Bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel laico él dice: «También a ti
el Bautismo te hace rey, sacerdote y profeta» (Homilía 3,5 sobre la Segunda Carta a los Corintios). Surge de
aquí el deber fundamental de la misión, porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de
los demás: «Éste es el principio de nuestra vida social... ¡no interesarnos sólo en nosotros!» (Homilía 9,2
sobre el Génesis). Todo se desenvuelve entre dos polos: la gran Iglesia y la «pequeña Iglesia», la familia, en
recíproca relación.

Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección del Crisóstomo sobre la presencia
auténticamente cristiana de los fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca.
Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este gran Maestro de la fe.