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4 agosto 2024

San Juan Bautista María Vianney, 1859

Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VII

San Juan Mª Vianney nació cerca de Lyon el 8 de mayo de 1786. Tuvo que superar muchas dificultades
hasta llegar a ordenarse sacerdote. Se le confió la parroquia de Ars, donde estuvo cerca de 42 años.
Sobresalió por su labor de almas, espíritu de oración y de mortificación, y sobre todo por su infatigable
dedicación a la administración del sacramento de la Penitencia. Murió en el año 1859. Fue canonizado y
declarado Patrono del clero universal por Pío XI en 1929.


I. Cuando Juan Bautista Mª Vianney iba ser enviado a la pequeña parroquia de Ars (230 habitantes), el
Vicario general de la diócesis le dijo: «No hay mucho amor de Dios en esta parroquia; usted procurará
introducirlo». Y eso fue lo que hizo: encender en el amor al Señor que llevaba en el corazón a todos aquellos
campesinos y a incontables almas más. No poseía una gran ciencia, ni mucha salud, ni dinero..., pero su
santidad personal, su unión con Dios hizo el milagro. Pocos años más tarde una gran multitud de todas las
regiones de Francia acude a Ars, y a veces han de esperar días para ver a su párroco y confesarse. Lo que
atrae no es la curiosidad de unos milagros que él trata de ocultar. Era más bien el presentimiento de encontrar
un sacerdote santo, «sorprendente por su penitencia, tan familiar con Dios en la oración, sobresaliente por su
paz y su humildad en medio de los éxitos populares, y sobre todo tan intuitivo para corresponder a las
disposiciones interiores de las almas y librarlas de su carga, particularmente en el confesonario». Escogió el
Señor «como modelo de pastores a aquel que habría podido parecer pobre, débil, sin defensa y
menospreciable a los ojos de los hombres (cfr. 1 Cor 1, 27-29). Dios lo premió con sus mejores dones como
guía y médico de las almas».

En cierta ocasión, a un abogado de Lyon que volvía de Ars, le preguntaron qué había visto allí. Y
contestó: «He visto a Dios en un hombre». Esto mismo hemos de pedir hoy al Señor que se pueda decir de
cada sacerdote, por su santidad de vida, por su unión con Dios, por su preocupación por las almas. En el
Sacramento del Orden, el sacerdote es constituido ministro de Dios y dispensador de sus tesoros, como le
llama San Pablo. Estos tesoros son: la Palabra divina en la predicación; el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que
dispensa en la Santa Misa y en la Comunión; y la gracia de Dios en los sacramentos. Al sacerdote le es
confiada la tarea divina por excelencia, «la más divina de las obras divinas», según enseña un antiguo Padre
de la Iglesia, como es la salvación de las almas. Es constituido embajador, mediador, entre Dios y los
hombres. Entre Dios, que está en el Cielo, y el hombre que todavía se encuentra de paso en la tierra; con una
mano toma los tesoros de la misericordia divina, con la otra los distribuye generosamente. Por su misión de
mediador, el sacerdote «participa de la autoridad con que Cristo constituye, santifica y gobierna su Cuerpo»,
confecciona el sacramento de la Eucaristía, que es la acción más santa que pueden realizar los hombres sobre
la tierra.

¿Qué quieren, qué esperan los hombres del sacerdote? «Nos atrevemos a afirmar -señala Mons. Alvaro del
Portillo- que necesitan, que desean y esperan, aunque muchas veces no razonen conscientemente esa
necesidad y esa esperanza, un sacerdote-sacerdote, un hombre que se desviva por ellos, por abrirles los
horizontes del alma, que ejerza sin cesar su ministerio, que tenga un corazón grande, capaz de comprender y
de querer a todos, aunque pueda a veces no verse correspondido; un hombre que dé con sencillez y alegría,
oportunamente y aun inoportunamente (cfr. 2 Tim 4, 2), aquello que él sólo puede dar: la riqueza de gracia,
de intimidad divina, que a través de él Dios quiere distribuir a los hombres».

Hoy es un día muy oportuno para que, a través del Santo Cura de Ars, pidamos mucho por la santidad de
los sacerdotes, especialmente de aquellos que de alguna manera están puestos por Dios para ayudarnos en
nuestro camino hacia Él.


II. Con frecuencia el Cura de Ars solía decir: «¡Qué cosa tan grande es ser sacerdote! Si lo comprendiera
del todo, moriría». Dios llama a algunos hombres a esta gran dignidad para que sirvan a sus hermanos. Sin
embargo, «la misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud
del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos», cada uno en su propia vocación y en su
quehacer en el mundo, siendo como antorchas encendidas en la noche, pues éstos, «en virtud de su condición
bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, cada uno
en su propia medida». De ninguna manera su participación en la vida de la Iglesia consiste en ayudar al
clero, aunque alguna vez lo hagan. Lo específicamente laical no es la sacristía, sino la familia, la empresa, la
moda, el deporte..., que procuran, en su propio orden, llevar a Dios. La misión de los seglares ha de llevarles
a procurar impregnar la familia, el trabajo y el orden social con aquellos principios cristianos que lo elevan y
lo hacen más humano: la dignidad y primacía de la persona humana, la solidaridad social, la santidad del
matrimonio, la libertad responsable, el amor a la verdad, el respeto hacia la justicia en todos los niveles, el
espíritu de servicio, la práctica de la comprensión mutua y de la caridad...

Pero para que puedan ejercer en medio del mundo «este papel profético, sacerdotal y real, los bautizados
necesitan el sacerdocio ministerial por el que se les comunica de forma privilegiada y tangible el don de la
vida divina recibido de Cristo, Cabeza de todo el Cuerpo. Cuanto más cristiano es el pueblo y cuanto más
conciencia toma de su dignidad y de su papel activo dentro de la Iglesia, tanto más siente la necesidad de
sacerdotes que sean verdaderamente sacerdotes».

Hoy pedimos al Señor sacerdotes santos, amables, doctos, que traten las almas como joyas preciosas de
Jesucristo, que sepan renunciar a sus planes personales por amor a los demás, que amen profundamente la
Santa Misa, fin principal de su ordenación y centro de todo su día, y que orienten sus mejores esfuerzos
pastorales, «como en el Cura de Ars, en el anuncio explícito de la fe, del perdón, de la Eucaristía».


III. Dios ha puesto al sacerdote cerca de la vida del hombre para ser dispensador de la misericordia divina.
«Apenas nace el hombre a la vida, el sacerdote lo regenera en el bautismo, le confiere una vida más noble,
más preciosa, la vida sobrenatural, y lo hace hijo de Dios y de la Iglesia de Jesucristo. »Para fortificarlo y
hacerlo más apto para combatir generosamente las luchas espirituales, también un sacerdote, revestido de
especial dignidad, lo hace soldado de Cristo por medio de la Confirmación.

»Cuando apenas niño es capaz de discernir y apreciar el Pan de los Ángeles, don del Cielo, el sacerdote lo
alimenta y fortifica con este manjar vivo y vivificante. Si ha tenido la desgracia de caer, el sacerdote lo
levanta en nombre de Dios y lo reconcilia con Él por medio del sacramento de la Penitencia. Si Dios lo llama
para formar una familia y para cooperar con Él en la transmisión de la vida humana en el mundo y para
aumentar el número de fieles sobre la tierra, y después de los elegidos en el Cielo, el sacerdote está allí para
bendecir sus bodas y su amor noble. Cuando, finalmente, el cristiano, próximo ya el desenlace de su vida
mortal, necesita de fortaleza, necesita de auxilio para presentarse ante el Divino Juez, el ministro de Cristo,
inclinándose sobre los miembros doloridos de los moribundos, los conforta y purifica con la unción del
sagrado óleo. Así, después de haber acompañado a los cristianos a través de la peregrinación terrena de la
vida hasta las mismas puertas de la eternidad, con las plegarias de los sagrados ritos en los que se refleja la
esperanza inmortal, el sacerdote acompaña también el cuerpo hasta la sepultura y no abandona a los que
participan de la otra vida: antes al contrario, si necesitan expiación y alivio, los alivia con el consuelo de los
sufragios. Por lo tanto, desde la cuna hasta la tumba, más aún, hasta el Cielo, el sacerdote es para los fieles
guía, consuelo, ministro de salvación, distribuidor de gracias y bendiciones».

Es de justicia que los fieles recen cada día, y de modo particular cuando celebramos la fiesta del Santo
Cura de Ars, por todos los sacerdotes, y de modo especial por aquellos que han recibido el encargo de Dios
de atenderlos espiritualmente: de quienes reciben el oro de la buena doctrina, el pan de los Ángeles y el
perdón de los pecados. Con palabras del Venerable Siervo de Dios, Mons. Escrivá de Balaguer, nos enseñan
a tratar a Cristo, a encontrarnos con Él en el tribunal amoroso de la Penitencia y en la renovación incruenta
del Sacrificio del Calvario, en la Santa Misa. Hemos de confiar en sus oraciones, rogándoles que
encomienden nuestras necesidades, y unirnos a sus intenciones, que recogen habitualmente las exigencias
más apremiantes de la Iglesia y de las almas. También hemos de venerarlos y tratarlos con todo afecto,
«puesto que nadie es tan verdaderamente nuestro prójimo como el que ha curado nuestras heridas.
Amémosle viendo en él a Nuestro Señor, y querámosle como a nuestro prójimo». Así se lo pedimos al Santo
Cura de Ars.