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Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VII
Esta fiesta de la Virgen fue instituida por Pío XII en 1954, respondiendo a la creencia unánime de toda la
Tradición que ha reconocido desde siempre su dignidad de Reina, por ser Madre del Rey de reyes y Señor de
señores. Santa María es una Reina sumamente accesible, pues todas las gracias nos vienen a través de su
mediación maternal. La coronación de María como Reina de todo lo creado que contemplamos en el quinto
misterio glorioso del Santo Rosario está íntimamente unida a su Asunción al Cielo en cuerpo y alma.
I. «La Madre de Cristo es glorificada como Reina universal. La que en la anunciación se definió como
esclava del Señor fue durante toda su vida terrena fiel a lo que este nombre expresa, confirmando así que era
una verdadera "discípula" de Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter de servicio de su propia
misión: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos
(Mt 20, 28). Por esto María ha sido la primera entre aquellos que, "sirviendo a Cristo también en los demás,
conducen en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar" (Const. Lumen
gentium, 36), y ha conseguido plenamente aquel "estado de libertad real", propio de los discípulos de Cristo:
¡servir quiere decir reinar! (...). La gloria de servir no cesa de ser su exaltación real; asunta a los cielos, ella
no termina aquel servicio suyo salvífico...».
El dogma de la Asunción, que celebramos la pasada semana, nos lleva de modo natural a la fiesta que hoy
celebramos, la Realeza de María. Nuestra Señora subió al Cielo en cuerpo y alma para ser coronada por la
Santísima Trinidad como Reina y Señora de la Creación: «terminado el decurso de su vida terrena, fue
asunta en cuerpo y alma a la gloria y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se
asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cfr. Apoc 19, 16) y vencedor del pecado y de la
muerte». Esta verdad ha sido afirmada desde tiempos antiquísimos por la piedad de los fieles y enseñada por
el Magisterio de la Iglesia. San Efrén pone en labios de María estas bellísimas palabras: «El Cielo me
sostenga con sus brazos, porque soy más honrada que él mismo. Pues el Cielo fue tan sólo tu trono, no tu
madre. Ahora bien, ¡cuánto más digna de honor y veneración es la Madre del rey que no su trono!».
Fue muy frecuente expresar este título de María mediante la costumbre de coronar las imágenes de la
Santísima Virgen de forma canónica, por concesión expresa de los Papas. El arte cristiano, desde los
primeros siglos, ha venido representando a María como Reina y emperatriz, sentada en trono real, con las
insignias de la realeza y rodeada de ángeles. En ocasiones se la representa en el momento de ser coronada
por su Hijo. Y los fieles han recurrido a Ella con esas oraciones: Salve Regina, Ave Regina caelorum,
Regina coeli laetare..., tantas veces repetidas.
En muchas ocasiones hemos acudido a Ella recordándole este hermoso título de su realeza, y lo hemos
considerado en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario. Hoy, en nuestra oración y a lo largo del día, lo
hacemos de una manera especial. «Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. -Huerto cerrado eres, hermana
mía, Esposa, huerto cerrado, fuente sellada. -Veni: coronaberis. -Ven: serás coronada (Cant 4, 7; 12; 8).
»Si tú y yo hubiéramos tenido poder, la hubiéramos hecho también Reina y Señora de todo lo creado.
»Una gran señal apareció en el cielo: una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza. -Vestido de
sol. -La luna a sus pies (Apoc 12, 1) (...). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz
que es del Universo.
»Y le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los
mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo».
-II. Concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será
llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la
casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin, leemos en el Evangelio de la Misa.
La realeza de María está íntimamente relacionada con la de su Hijo. Jesucristo es Rey porque le compete
una plena y completa potestad, tanto en el orden natural como en el sobrenatural; esta realeza, además de ser
plena, es propia y absoluta. La realeza de María es plena y participada de la de su Hijo. Los términos Reina y
Señora aplicados a la Virgen no son una metáfora; con ellos designamos una verdadera preeminencia y una
auténtica dignidad y potestad en los cielos y en la tierra. María, por ser Madre del Rey, es verdadera y
propiamente Reina, encontrándose en la cima de la creación y siendo efectivamente la primera persona
humana del universo. Ella, «bellísima y perfectísima, tiene tal plenitud de inocencia y santidad que no se
puede concebir otra mayor después de Dios, y que fuera de Dios nadie podrá jamás comprender».
Los títulos de la realeza de María son su unión con Cristo como Madre -como le fue anunciado por el
Ángel- y la asociación con su Hijo Rey en la obra redentora del mundo. Por el primer título, María es Madre
Reina de un Rey que es Dios, lo cual la enaltece sobre las demás criaturas humanas; por el segundo, María
Reina es dispensadora de los tesoros y bienes del Reino de Dios, en razón de su corredención.
En la institución de esta fiesta, Pío XII invitaba a todos los cristianos a acercarse a este «trono de gracia y
de misericordia de nuestra Reina y Madre para pedirle socorro en las adversidades, luz en las tinieblas, alivio
en los dolores y penas», y alentaba a todos a pedir gracias al Espíritu Santo y a esforzarse por aborrecer el
pecado, a librarse de su esclavitud, «para poder rendir un vasallaje constante, perfumado con la devoción de
hijos», a quien es Reina y tan gran Madre. Adeamus ergo cum fiducia ad thronum gratiae, ut misericordiam
consequamur... Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de que alcancemos
misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno. Este trono, símbolo de la
autoridad, es el de Cristo, pero ha querido que sea en su Madre trono de gracia donde más fácilmente
alcanzamos la misericordia, pues nos fue dada «como abogada de la gracia y Reina del universo».
En el día de hoy contemplamos la gran fiesta del Cielo en la que la Trinidad Beatísima sale al encuentro
de Nuestra Madre, asunta ya a los Cielos por toda la eternidad. «Es justo que el Padre y el Hijo y el Espíritu
Santo coronen a la Virgen como Reina y Señora de todo lo creado.
»-¡Aprovéchate de ese poder! y, con atrevimiento filial, únete a esa fiesta del Cielo. -Yo, a la Madre de
Dios y Madre mía, la corono con mis miserias purificadas, porque no tengo piedras preciosas ni virtudes.
»-¡Anímate!». Ella nos espera; quiere que nos unamos a la alegría de los santos y de los ángeles. Y
tenemos derecho a participar en una fiesta tan grande, pues es nuestra Madre.
-III. Apareció en el cielo una señal grande, una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies y
sobre su cabeza una corona de doce estrellas... Esta mujer, además de representar a la Iglesia, simboliza a
María, la Madre de Jesús, quien en el Calvario la confió a Juan, a la que él cuidó con tanto esmero y
contempló tantas veces. Cuando, ya anciano, escribía estas visiones, María ejercía su realeza desde el Cielo.
Los tres rasgos con que el Apocalipsis describe a María son símbolo de esta dignidad: vestida de sol,
resplandeciente de gracia por ser Madre de Dios; la luna bajo sus pies indica la soberanía sobre todo lo
creado; la corona de doce estrellas es la expresión de su corona real, de su reinado sobre los ángeles y los
santos todos. En las letanías del Santo Rosario recordamos cada día que es reina de los ángeles, de los
patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de las vírgenes, de todos los santos... Es también
nuestra Reina y Señora.
El reinado de María se ejerce diariamente en toda la tierra, distribuyendo a manos llenas la gracia y la
misericordia del Señor. A Ella acudimos en cada jornada, pidiendo su protección; muchos cristianos los
sábados le cantan o le rezan con devoción esa antiquísima oración: Dios te salve, Reina y Madre de
misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra... Este reinado se ejerce en el Cielo sobre los ángeles y sobre
todos los bienaventurados, quienes aumentan su gloria accidental «por las luces que María les comunica, por
la alegría que experimentan ante su presencia, por todo cuanto hace por la salvación de las almas. Manifiesta
a los santos y a los ángeles la voluntad de Cristo en orden a la extensión de su Reino».
El reinado de María se ejerce también en el Purgatorio. «Salve Regina, cantaban las almas que vi sentadas
sobre el verde y entre las flores que desde fuera del valle no se veían», declara el poeta italiano. Nuestra
Madre nos induce constantemente a pedir y a ofrecer sufragios por quienes todavía se purifican y esperan
para entrar en el Cielo; presenta a Dios nuestras oraciones, lo que hace que aumenten su valor. Aplica en el
nombre de su Hijo a estas almas el fruto de los méritos que Él nos alcanzó y el de sus propios méritos.
Nuestra Madre es una buena aliada para ayudar a las almas del Purgatorio y, si la tratamos mucho, Ella nos
moverá a purificar nuestras faltas y pecados ya en esta vida y nos concederá poderla contemplar
inmediatamente después de nuestra muerte, sin tener que pasar por ese lugar de espera y de purificación,
porque ya habremos limpiado aquí nuestra alma de sus errores y flaquezas.
Dios todopoderoso, que nos has dado como Madre y como Reina a la Madre de tu Unigénito, concédenos
que, protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria de tus hijos en el reino de los cielos.