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Catequesis de Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Continuando con nuestros encuentros con los doce apóstoles escogidos directamente por Jesús, hoy
dedicamos nuestra atención a Tomás. Siempre presente en las cuatro listas del Nuevo Testamento, es
presentado en los tres primeros evangelios junto a Mateo (Cf. Mateo 10, 3; Marcos 3, 18; Lucas 6, 15),
mientras en los Hechos de los Apóstoles aparece junto a Felipe (Cf. Hechos 1, 13). Su nombre deriva de una
raíz hebrea, «ta’am», que significa «mellizo». De hecho, el Evangelio de Juan le llama a veces con el apodo
de «Dídimo» (Cf. Juan 11, 16; 20, 24; 21, 2), que en griego quiere decir precisamente «mellizo». No queda
claro el motivo de este apelativo.
El cuarto Evangelio, en particular, nos da datos sobre algunas características significativas de su
personalidad. La primera es la exhortación que hizo a los demás apóstoles cuando Jesús, en un momento
crítico de su vida, decidió ir a Betania para resucitar a Lázaro, acercándose así de manera peligrosa a
Jerusalén (Cf. Marcos 10, 32). En aquella ocasión Tomás dijo a sus condiscípulos: «Vayamos también
nosotros a morir con él» (Juan 11, 16). Su determinación a la hora de seguir al Maestro es verdaderamente
ejemplar y nos ofrece una enseñanza preciosa: revela la total disponibilidad de adhesión a Jesús hasta
identificar la propia suerte con la suya y querer compartir con Él la prueba suprema de la muerte. De hecho,
lo más importante es no alejarse nunca de Jesús. Cuando los Evangelios utilizan el verbo «seguir», quieren
explicar que adonde se dirige Él tiene que ir también su discípulo. De este modo, la vida cristiana se define
como una vida con Jesucristo, una vida que hay que transcurrir con Él. San Pablo escribe algo parecido
cuando tranquiliza con estas palabras a los cristianos de Corinto: «en vida y muerte estáis unidos en mi
corazón» (2 Corintios 7, 3). Lo que se da entre el apóstol y sus cristianos tiene que darse ante todo en la
relación entre los cristianos y el mismo Jesús: morir juntos, vivir juntos, estar en su corazón como Él está en
el nuestro.
Una segunda intervención de Tomás se registra en la Última Cena. En aquella ocasión, Jesús, prediciendo
su inminente partida, anuncia que irá a preparar un lugar para los discípulos para que ellos también estén
donde Él se encuentre; y especifica: «Y adonde yo voy sabéis el camino» (Juan 14, 4). Entonces, Tomás,
interviene diciendo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Juan 14, 5). En
realidad, con estas palabras se pone a un nivel de comprensión más bien bajo; pero ofrecen a Jesús la
oportunidad para pronunciar la famosa definición: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Juan 14, 6).
Por tanto, en primer lugar, hace esta revelación a Tomás, pero es válida para todos nosotros y para todos los
tiempos. Cada vez que escuchamos o leemos estas palabras, podemos ponernos con el pensamiento junto a
Tomás e imaginar que el Señor también habla con nosotros como habló con él. Al mismo tiempo, su
pregunta también nos da el derecho, por así decir, de pedir explicaciones a Jesús. Con frecuencia no le
comprendemos. Debemos tener el valor de decirle: no te entiendo, Señor, escúchame, ayúdame a
comprender. De este modo, con esta franqueza, que es el auténtico modo de rezar, de hablar con Jesús,
expresamos la pequeñez de nuestra capacidad para comprender, pero al mismo tiempo asumimos la actitud
de confianza de quien espera luz y fuerza de quien es capaz de darlas.
Después, es muy conocida, incluso proverbial, la escena de incredulidad de Tomás, que tuvo lugar ocho
días después de Pascua. En un primer momento, no había creído que Jesús se había aparecido en su ausencia,
y había dicho: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos
y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Juan 20, 25). En el fondo, de estas palabras emerge la
convicción de que a Jesús ya no se le reconoce por el rostro, sino más bien por las llagas. Tomás considera
que los signos característicos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela
hasta qué punto nos ha amado. En esto el apóstol no se equivoca.
Como sabemos, ocho días después, Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos y en esta ocasión Tomás
está presente. Y Jesús le interpela: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi
costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Juan 20, 27).
Tomás reacciona con la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento: «Señor mío y Dios mío»
(Juan 20, 28). En este sentido, san Agustín comenta: Tomás «veía y tocaba al hombre, pero confesaba su fe
en Dios, a quien ni veía ni tocaba. Pero lo que veía y tocaba le llevaba a creer en lo que hasta entonces había
dudado» («In Iohann.» 121, 5). El evangelista continúa con una última frase de Jesús dirigida a Tomás:
«Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (Juan 20, 29).
Esta frase puede enunciarse también en presente: «Dichosos los que no ven y creen». En todo caso, Jesús
enuncia aquí un principio fundamental para los cristianos que vendrán después de Tomás, es decir, para
todos nosotros. Es interesante observar cómo otro Tomás, el gran teólogo medieval de Aquino, une esta
bienaventuranza con otra referida por Lucas que parece opuesta: «Dichosos los ojos que ven lo que veis»
(Lucas 10, 23).
Pero Tomás de Aquino comenta: «Tiene mucho más mérito quien cree sin ver que quien cree viendo» («In
Johann. XX lectio» VI § 2566). De hecho, la Carta a los Hebreos, recordando toda la serie de los antiguos
patriarcas bíblicos, que creyeron en Dios sin ver el cumplimiento de sus promesas, define la fe como
«garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (11, 1). El caso del apóstol Tomás
es importante para nosotros al menos por tres motivos: primero, porque nos consuela en nuestras
inseguridades; en segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá
de toda incertidumbre; y, por último, porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico
sentido de la fe madura y nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de fidelidad a él.
El cuarto Evangelio nos ha conservado una última nota sobre Tomás, al presentarle como testigo del
Resucitado en el momento sucesivo de la pesca milagrosa en el Lago de Tiberíades
(Cf. Juan 21, 2). En esa ocasión, es mencionado incluso inmediatamente después de Simón Pedro: signo
evidente de la notable importancia de que gozaba en el ámbito de las primeras comunidades cristianas. De
hecho, en su nombre, fueron escritos después los «Hechos» y el «Evangelio de Tomás», ambos apócrifos,
pero de todos modos importantes para el estudio de los orígenes cristianos.
Recordemos, por último, que según una antigua tradición, Tomás evangelizó en un primer momento Siria
y Persia (así lo dice ya Orígenes, según refiere Eusebio de Cesarea, «Hist. eccl.» 3, 1), y luego llegó hasta la
India occidental (Cf. «Hechos de Tomás» 1-2, 17 y siguientes), desde donde después el cristianismo llegó
también al sur de la India. Con esta perspectiva misionera terminamos nuestra reflexión, deseando que el
ejemplo de Tomás confirme cada vez más nuestra fe en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios.