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17 julio 2024

San Alejo, mendigo, s. V

Bella y larga es la historia de este hombre de Dios que, desde la Edad Media, alimenta la fantasía, piedad,
sentimientos religiosos y deseos de entrega a Dios por parte de los cristianos. Su figura, que debió ser
formidablemente llamativa y ejemplar, viene narrada en el género novelesco, llena de encanto, pródiga en
situaciones que mantienen el suspense, con abundancia de escenas que alucinan y toda ella plena de actitud
ejemplarizante y moralizadora. En fin, la historia de san Alejo es tan pletórica de imaginación, viveza y
adornos que su autor suscita la envidia de los que escriben.

En este estupendo relato, Alejo viene descrito como el hijo único del importante, opulento y caritativo
senador de Roma llamado Eufemiano. Huyó de su casa el mismo día de su boda -como otro Abrahán,
solitario y eremita - llamado súbitamente a realizar la más alta de las aspiraciones y la renuncia más excelsa
por el amor al Reino de Dios. Presentado Alejo por el autor de su biografía novelada como un joven que es el
compendio de todas las virtudes y gracias que puede tener un ser humano, deja inconcebiblemente la casa
paterna y a su dulce esposa. Quizá sucediera que recordó la exigencia evangélica de posponer todo al Reino
de los Cielos y se dispuso a ponerla por obra. Se preocuparon tanto en la casa paterna por la pérdida del hijo
y su actitud tan extraña, infrecuente e inesperada que el padre ha enviado a más de cien esclavos para que
recorran la tierra, prometiendo llenar de honor y de riqueza a quien lo encuentre. Emisarios por el mundo
buscan infatigablemente al hijo del potentado buen padre.

Dice su leyenda o novela que comienza entonces un largo peregrinaje hacia extrañísimas tierras llegando
hasta Edesa, pasado el Éufrates. Esta es la ciudad que la incansable viajera y también peregrina Eteria
describe como la metrópoli imposible de evitar a todo peregrino que desde occidente llega a visitar, movido
por la fe, los lugares santos donde nació, vivió, murió y resucitó el Señor para nuestra salvación. El bullicio,
la piedad, el humo y aroma del incienso en la basílica del Apóstol Tomás -el que metió su puño en el costado
abierto de Jesús- cuyos restos cercanos son día y noche venerados, la oración privada pública, las continuas
idas y venidas de las gentes que besan las estatuas de los santos rebajando las piedras con los labios y las
manos, el visiteo a la estatua del rey Abgar a quien Cristo escribió una carta, son el ambiente normal de
Edesa a donde ha arribado Alejo. Llegó rico, pero ahora es un mendigo más de los que abundan entre los
pórticos y en los ambientes más frecuentados por el hormigueo de la gente. Entre rezo y rezo, contento y
alegre, pide limosna y la reparte entre los más pobres. Vive gozoso y sin ataduras, pensando que así lo quiere
Jesús. Disfruta con el gozo de sentirse cercano a los restos mortales -reliquias- del discípulo del Señor, entre
aquellas piedras que huelen a fe y a santo, participa hondamente en misterios sagrados, entre el bullicio está
sumido en contemplación y hace todo el bien que puede a los desafortunados.

Alejo se ve obligado a abandonar Edesa porque algunos prodigios sucedidos le sacan del anonimato.
Llena de accidentes, sorpresas y naufragios está descrita la historia de su nuevo peregrinaje por el mundo
huyendo de la notoriedad, hasta que de modo imprevisto se ve de nuevo en Roma donde termina viviendo en
la casa de su padre que, aunque continua buscándolo afanosamente en la lejanía, no lo reconoce próximo y
cercano; hasta llega a darle albergue, como a un mendigo más, en el hueco de la escalera del patio principal
de su casa, por caridad.

Por el espacio de diecisiete años -según dice una antigua tradición romana explicando la historia de la
iglesia de san Alessio, situada en el Aventino- vivió allí Alejo, siendo un ejemplo de paciencia, humildad y
pobreza; allí supo ayunar y rezar; allí soportó las burlas de la servidumbre; allí quiso permanecer ignorado de
sus padres y de su esposa que sólo le saludaban de vez en cuando como a un mendigo desaliñado y
pestilente; allí también lo encontraron muerto un día y ¿sabes lo que pasó? En su mano encontraron ese día
una carta dirigida a sus padres y a su esposa en la que declaraba quién era y todo su amor. Alejo quiso ser un
mendigo por Dios. No es el único en la historia de los santos; también en Roma Benito José Labre quiso
vivir como mendigo por Dios. Pero Alejo lo fue en casa propia e irreconocible para los suyos.