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29 junio 2024

San Pedro, apóstol. Roma, siglo I. 67. San Pablo, apóstol

SAN PEDRO († 67)

Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VI

Solemnidad de los primeros tiempos del Cristianismo. «Los Apóstoles Pedro y Pablo son considerados por
los fieles cristianos, con todo derecho, como las primeras columnas -no sólo de la Santa Sede romana-, sino
además de la universal Iglesia de Dios vivo, diseminada por el orbe de la tierra» (Pablo VI). Fundadores de
la Iglesia de Roma, Madre y Maestra de las demás comunidades cristianas, fueron quienes impulsaron su
crecimiento con el supremo testimonio de «su martirio, padecido en Roma con fortaleza: Pedro, a quien
Nuestro Señor Jesucristo eligió como fundamento de su Iglesia y Obispo de esta esclarecida ciudad, y Pablo,
el Doctor de las gentes, maestro y amigo de la primera comunidad aquí fundada» (Pablo VI).


I. Simón Pedro, como la mayor parte de los primeros seguidores de Jesús, era de Betsaida, ciudad de Galilea,
en la ribera del lago de Genesaret. Era pescador, como el resto de su familia. Conoció a Jesús a través de su
hermano Andrés, quien poco tiempo antes, quizá el mismo día, había estado con Juan toda una tarde en su
compañía. Andrés no guardó para sí el inmenso tesoro que había encontrado, «sino que lleno de alegría
corrió a contar a su hermano el bien que había recibido».

Llegó Pedro ante el Maestro. Intuitus eum Iesus..., mirándolo Jesús... El Maestro clavó su mirada en el
recién llegado y penetró hasta lo más hondo de su corazón. ¡Cuánto nos hubiera gustado contemplar esa
mirada de Cristo, que es capaz de cambiar la vida de una persona! Jesús miró a Pedro de un modo imperioso
y entrañable. Más allá de este pescador galileo, Jesús veía toda su Iglesia hasta el fin de los tiempos. El
Señor muestra conocerle desde siempre: ¡Tú eres Simón, el hijo de Juan! Y también conoce su porvenir: Tú
te llamarás Cefas, que quiere decir Piedra. En estas pocas palabras estaban definidos la vocación y el destino
de Pedro, su quehacer en el mundo.

Desde los comienzos, «la situación de Pedro en la Iglesia es la de roca sobre la que está construido un
edificio». La Iglesia entera, y nuestra propia fidelidad a la gracia, tiene como piedra angular, como
fundamento firme, el amor, la obediencia y la unión con el Romano Pontífice; «en Pedro se robustece la
fortaleza de todos», enseña San León Magno. Mirando a Pedro y a la Iglesia en su peregrinar terreno, se le
pueden aplicar las palabras del mismo Jesús: cayeron las lluvias y los ríos salieron de madre, y soplaron los
vientos y dieron con ímpetu sobre aquella casa, pero no fue destruida porque estaba edificada sobre roca, la
roca que, con sus debilidades y defectos, eligió un día el Señor: un pobre pescador de Galilea, y quienes
después habían de sucederle.

El encuentro de Pedro con Jesús debió de impresionar hondamente a los testigos presentes, familiarizados
con las escenas del Antiguo Testamento. Dios mismo había cambiado el nombre del primer Patriarca: Te
llamarás Abrahán, es decir, Padre de una muchedumbre. También cambió el nombre de Jacob por el de
Israel, es decir, Fuerte ante Dios. Ahora, el cambio de nombre de Simón no deja de estar revestido de cierta
solemnidad, en medio de la sencillez del encuentro. «Yo tengo otros designios sobre ti», viene a decirle
Jesús.

Cambiar el nombre equivalía a tomar posesión de una persona, a la vez que le era señalada su misión
divina en el mundo. Cefas no era nombre propio, pero el Señor lo impone a Pedro para indicarla función de
Vicario suyo, que le será revelada más adelante con plenitud. Nosotros podemos examinar hoy en la oración
cómo es nuestro amor con obras al que hace las veces de Cristo en la tierra: si pedimos cada día por él, si
difundimos sus enseñanzas, si nos hacemos eco de sus intenciones, si salimos con prontitud en su defensa
cuando es atacado o menospreciado. ¡Qué alegría damos a Dios cuando nos ve que amamos, con obras, a su
Vicario aquí en la tierra!


II. Este primer encuentro con el Maestro no fue la llamada definitiva. Pero desde aquel instante, Pedro se
sintió prendido por la mirada de Jesús y por su Persona toda. No abandona su oficio de pescador, escucha las
enseñanzas de Jesús, le acompaña en ocasiones diversas y presencia muchos de sus milagros. Es del todo
probable que asistiera al primer milagro de Jesús en Caná, donde conoció a María, la Madre de Jesús, y
después bajó con Él a Cafarnaún. Un día, a orillas del lago, después de una pesca excepcional y milagrosa,
Jesús le invitó a seguirle definitivamente. Pedro obedeció inmediatamente -su corazón ha sido preparado
poco a poco por la gracia- y, dejándolo todo -relictis omnibus-, siguió a Cristo, como el discípulo que está
dispuesto a compartir en todo la suerte del Maestro.

Un día, en Cesarea de Filipo, mientras caminaban, Jesús preguntó a los suyos: Vosotros, ¿quién decís que
soy Yo? Respondió Simón Pedro y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. A continuación, Cristo le
promete solemnemente el primado sobre toda la Iglesia. ¡Cómo recordaría entonces Pedro las palabras de
Jesús unos años antes, el día en que le llevó hasta Él su hermano Andrés: Tú te llamarás Cefas ...! Pedro no
cambió tan rápidamente como había cambiado de nombre. No manifestó de la noche a la mañana la firmeza
que indicaba su nuevo apelativo. Junto a una fe firme como la piedra, vemos en Pedro un carácter a veces
vacilante. Incluso en una ocasión Jesús reprocha al que va a ser el cimiento de su Iglesia que es para él
motivo de escándalo. Dios cuenta con el tiempo en la formación de cada uno de sus instrumentos y con la
buena voluntad de éstos. Nosotros, si tenemos la buena voluntad de Pedro, si somos dóciles a la gracia, nos
iremos convirtiendo en los instrumentos idóneos para servir al Maestro y llevar a cabo la misión que nos ha
encomendado. Hasta los acontecimientos que parecen más adversos, nuestros mismos errores y vacilaciones,
si recomenzamos una y otra vez, si acudimos a Jesús, si abrimos el corazón en la dirección espiritual, todo
nos ayudará a estar más cerca de Jesús, que no se cansa de suavizar nuestra tosquedad. Y quizá, en
momentos difíciles, oiremos como Pedro: hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Y veremos junto a
nosotros a Jesús, que nos tiende la mano.


III. El Maestro tuvo con Pedro particulares manifestaciones de aprecio; no obstante, más tarde, cuando
Jesús más le necesitaba en momentos particularmente dramáticos, Pedro renegó de Él, que estaba solo y
abandonado. Después de la Resurrección, cuando Pedro y otros discípulos han vuelto a su antiguo oficio de
pescadores, Jesús va especialmente en busca de él, y se manifiesta a través de una segunda pesca milagrosa,
que recordaría en el alma de Simón aquella otra en la que el Maestro le invitó definitivamente a seguirle y le
prometió que sería pescador de hombres. Jesús les espera ahora en la orilla y usa los medios materiales -las
brasas, el pez...- que resaltan el realismo de su presencia y continúan dando el tono familiar acostumbrado en
la convivencia con sus discípulos. Después de haber comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan,
¿me amas más que éstos?...

Después, el Señor anunció a Simón: En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven te ceñías tú mismo e
ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no
quieras. Cuando escribe San Juan su Evangelio esta profecía ya se había cumplido; por eso añade el
Evangelista: Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después, Jesús recordó a
Pedro aquellas palabras memorables que un día, años atrás, en la ribera de aquel mismo lago, cambiaron para
siempre la vida de Simón: Sígueme.

Una piadosa tradición cuenta que, durante la cruenta persecución de Nerón, Pedro salía, a instancias de la
misma comunidad cristiana, para buscar un lugar más seguro. Junto a las puertas de la ciudad se encontró a
Jesús cargado con la Cruz, y habiéndole preguntado Pedro: «¿A dónde vas, Señor?» (Quo vadis, Domine?),
le contestó el Maestro: «A Roma, a dejarme crucificar de nuevo». Pedro entendió la lección y volvió a la
ciudad, donde le esperaba su cruz. Esta leyenda parece ser un eco último de aquella protesta de Pedro contra
la cruz la primera vez que Jesús le anunció su Pasión. Pedro murió poco tiempo después. Un historiador
antiguo refiere que pidió ser crucificado con la cabeza abajo por creerse indigno de morir, como su Maestro,
con la cabeza en alto. Este martirio es recordado por San Clemente, sucesor de Pedro en el gobierno de la
Iglesia romana. Al menos desde el siglo III, la Iglesia conmemora en este día, 29 de junio, el martirio de
Pedro y de Pablo, el dies natalis, el día en que de nuevo vieron la Faz de su Señor y Maestro.

Pedro, a pesar de sus debilidades, fue fiel a Cristo, hasta dar la vida por Él. Esto es lo que le pedimos
nosotros al terminar esta meditación: fidelidad, a pesar de las contrariedades y de todo lo que nos sea adverso
por el hecho de ser cristianos. Le pedimos la fortaleza en la fe, fortes in fide, como el mismo Pedro pedía a
los primeros cristianos de su generación. «¿Qué podríamos nosotros pedir a Pedro para provecho nuestro,
qué podríamos ofrecer en su honor sino esta fe, de donde toma sus orígenes nuestra salud espiritual y nuestra
promesa, por él exigida, de ser fuertes en la fe?».

Esta fortaleza es la que pedimos también a Nuestra Madre Santa María para mantener nuestra fe sin
ambigüedades, con serena firmeza, cualquiera que sea el ambiente en que hayamos de vivir.


SAN PABLO

I. ¿Qué he de hacer, Señor?, preguntó San Pablo en el momento de su conversión. Le respondió Jesús:
Levántate, entra en Damasco y allí se te dirá lo que has de hacer. El perseguidor, transformado por la gracia,
recibirá la instrucción cristiana y el Bautismo por medio de un hombre -Ananías-, según las vías ordinarias
de la Providencia. Y enseguida, teniendo a Cristo como lo verdaderamente importante de su vida, se dedicará
con todas sus fuerzas a dar a conocer la Buena Nueva, sin que le importen los peligros, las tribulaciones y
sufrimientos y los aparentes fracasos. Sabe que es el instrumento elegido para llevar el Evangelio a muchas
gentes: Aquel que me escogió desde el seno materno y me llamó a su gracia, se dignó revelar a su Hijo en
mí, para que yo lo anunciara a los gentiles..., leemos en la Segunda lectura de la Misa.

San Agustín afirma que el celo apasionado anterior a su encuentro con Cristo era como una selva
impracticable que, siendo un gran obstáculo, era sin embargo el indicio de la fecundidad del suelo. Luego, el
Señor sembró allí la semilla del Evangelio y los frutos fueron incontables. Lo que sucedió con Pablo puede
ocurrir con cada hombre, aunque hayan sido muy graves sus faltas. Es la acción misteriosa de la gracia, que
no cambia la naturaleza sino que la sana y purifica, y luego la eleva y la perfecciona.

San Pablo está convencido de que Dios contaba con él desde el mismo momento de su concepción, desde
el seno materno, repite en diversas ocasiones. En la Sagrada Escritura encontramos cómo Dios elige a sus
enviados incluso antes de nacer; se pone así de manifiesto que la iniciativa es de Dios y antecede a cualquier
mérito personal. El Apóstol lo señala expresamente: Nos eligió antes de la constitución del mundo, declara a
los primeros cristianos de Éfeso. Nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud
de su designio, concreta aún más a Timoteo.

La vocación es un don divino que Dios ha preparado desde la eternidad. Por eso, cuando el Señor se le
manifestó en Damasco, Pablo no pidió consejo «a la carne y a la sangre», no consultó a ningún hombre,
porque tenía la seguridad de que Dios mismo le había llamado. No atendió a los consejos de la prudencia
carnal, sino que fue plenamente generoso con el Señor. Su entrega fue inmediata, total y sin condiciones. Los
Apóstoles, cuando escucharon la invitación de Jesús, también dejaron las redes al instante y, relictis
omnibus, abandonadas todas las cosas, se fueron tras el Maestro. Saulo, antiguo perseguidor de los
cristianos, sigue ahora al Señor con toda prontitud.

Todos nosotros hemos recibido, de diversos modos, una llamada concreta para servir al Señor. Y a lo
largo de la vida nos llegan nuevas invitaciones a seguirle en nuestras propias circunstancias, y es preciso ser
generosos con el Señor en cada nuevo encuentro. Hemos de saber preguntar a Jesús en la intimidad de la
oración, como San Pablo: ¿qué he de hacer, Señor?, ¿qué quieres que deje por Ti?, ¿en qué deseas que
mejore? En este momento de mi vida, ¿qué puedo hacer por Ti?


II. Dios llamó a San Pablo con signos muy extraordinarios, pero el efecto que produjo en él es el mismo
que ocasiona la llamada específica que Dios hace a muchos para que le sigan en medio de sus tareas
seculares. A todos los cristianos llama el Señor a la santidad y al apostolado; se trata de una vocación
exigente, en muchos casos heroica, pues el Señor no quiere seguidores tibios, discípulos de segunda fila.
Pero a algunos, permaneciendo en sus propios quehaceres del mundo, Cristo les llama a una particular
entrega para extender su reinado entre todos los hombres. Y cada uno, respondiendo a la vocación específica
a la que ha sido llamado, si quiere ser discípulo del Maestro, ha de tener un sentido apostólico de la vida que
le llevará a no dejar ninguna oportunidad de acercar a otros a Cristo, que es, a la vez, llevarlos a la alegría, a
la paz, a la plenitud. El apostolado fue en Pablo, y lo es en cada cristiano que vive su vocación, parte de su
vida o, mejor, su vida misma; el trabajo se convierte en apostolado, en deseos de dar a conocer a Cristo, y lo
mismo el dolor o el tiempo de descanso..., y a la vez este celo apostólico es el alimento imprescindible del
trato con Jesucristo. Conocer al Señor con intimidad lleva forzosamente a comunicar este hallazgo: es la
«señal cierta de tu entregamiento». Cuando seguir a Cristo es una realidad, llega «la necesidad de
expandirse, de hacer, de dar, de hablar, de transmitir a los demás el propio tesoro, el propio fuego (...). El
apostolado se convierte en expansión continua de un alma, en exuberancia de una personalidad poseída de
Cristo y animada por su Espíritu; se siente la urgencia de correr, de trabajar, de intentar todo lo posible para
la difusión del reino de Dios, para la salvación de los otros, de todos». ¡Ay de mí si no evangelizara!,
exclama el Apóstol.

Cuando llevamos la Buena Nueva a otros estamos cumpliendo el mandato que Cristo nos ha dado: Id al
mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. Además, la vida interior queda enriquecida, como la
planta que recibe el agua necesaria en el momento oportuno. San Pablo nos da hoy ejemplo y nos ayuda a
hacer examen de ese interés vivo que tenemos para acercar a los demás un poco más a Dios. Identificado con
Cristo -el descubrimiento supremo de su vida-, que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en
redención por muchos, el Apóstol se hace siervo de todos para ganar a los más que pueda. Con los judíos -les
dice a los de Corinto- me hice judío, para ganar a los judíos... Me hice débil con los débiles, para ganar a los
débiles. Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos.

Hoy nosotros le pedimos un corazón grande como el suyo, para pasar por encima de las pequeñas
humillaciones o de los aparentes fracasos que todo apostolado lleva consigo. Y le decimos a Jesús que
estamos dispuestos a convivir con todos, a ofrecer a todos la posibilidad de conocer a Cristo, sin tener
demasiado en cuenta los sacrificios y molestias que nos pueda acarrear.


III. San Pablo exhorta a Timoteo y a todos nosotros a hablar de Dios opportune et importune, con ocasión
y sin ella; es decir, también cuando las circunstancias sean adversas. Pues vendrá un tiempo en que no
soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el
oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos. Parece como si el Apóstol estuviera presente
en nuestros tiempos. Pero tú -señala a Timoteo, y en él a cada cristiano- sé sobrio en todo, sé recio en el
sufrimiento, esfuérzate en la propagación del Evangelio, cumple perfectamente tu ministerio. Los sacerdotes
lo harán principalmente con la predicación de la palabra de Dios, con el ejemplo personal, con su caridad,
con los consejos en el sacramento de la Penitencia. Los seglares -la inmensa mayoría del Pueblo de Dios-,
ordinariamente a través de la amistad, con el consejo amable, con la conversación a solas con el amigo que
parece que se aleja del Señor o con el que nunca estuvo cerca de Él... Y esto a la salida de la Facultad o del
trabajo, en el mismo lugar donde se pasa el verano... Los padres con los hijos..., aprovechando el mejor
momento o creando la ocasión...

Juan Pablo II alentaba a los jóvenes -y todo cristiano que tiene a Cristo permanece siempre joven en su
corazón- a un apostolado vivo, directo y alegre: «Sed profundamente amigos de Jesús y llevad a la familia, a
la escuela, al barrio, el ejemplo de vuestra vida cristiana, limpia y alegre. Sed siempre jóvenes cristianos,
verdaderos testigos de la doctrina de Cristo. Más aún, sed portadores de Cristo en esta sociedad perturbada,
hoy más que nunca necesitada de Él. Anunciad a todos con vuestra vida que sólo Cristo es la verdadera
salvación de la humanidad».

Hemos de pedir hoy a San Pablo saber convertir en oportuna cualquier situación que se nos presente.
Incluso «quienes viajan por motivo de obras internacionales, de negocios o de descanso, no olviden que son
en todas partes heraldos itinerantes de Cristo y que deben portarse como tales con sinceridad», con la
sinceridad que expresa un alma que ha constituido a Cristo como eje sobre el cual se organizan todos los
demás asuntos de su vida. Hasta los niños -¡qué buenos instrumentos del Espíritu Santo pueden ser!- tienen
su propia actividad apostólica, según señala el Concilio Vaticano II, pues «según su capacidad, son testigos
vivientes de Cristo entre sus compañeros».

Es sorprendente, dichosamente sorprendente, la infatigable labor apostólica del Apóstol. Y quien
verdaderamente ama a Cristo sentirá la necesidad de darlo a conocer, pues -como dice Santo Tomás de
Aquino- lo que admiran mucho los hombres lo divulgan luego, porque de la abundancia del corazón habla la
boca.

Pidamos a Nuestra Señora -Regina Apostolorum- que cada vez comprendamos mejor que el apostolado es
una tarea alegre, aunque sea sacrificada, y la gran responsabilidad que tenemos respecto a todos los hombres,
y particularmente con los que cada día nos relacionamos.