-
Ocupaba el trono de Castilla don Alfonso el Bravo cuando en la villa de Madrid, diócesis entonces de
Toledo, nació San Isidro. Se ignora a punto fijo el año de su nacimiento, pero parece ser que tuvo lugar entre
1080 y 1082. Tampoco se sabe la parroquia donde recibió el agua del bautismo, si bien se cree que fue en la
parroquia de San Andrés. Seguramente que le pusieron Isidro, síncopa de Isidoro, en memoria del gran
arzobispo de Sevilla.
Sus padres, pobres en bienes de fortuna pero ricos en virtud, inculcaron desde los primeros años en su hijo
el santo temor de Dios y la práctica de las virtudes cristianas. La precaria situación económica en que los
progenitores de Isidro se encontraban obligó a éste a dedicarse desde muy joven a las rudas faenas del
campo. Gregorio XV afirma que “nunca salió para su trabajo sin antes oír, muy de madrugada, la Santa Misa
y encomendarse a Dios y a su Madre Santísima". Asegura a su vez que, a pesar de su labor fatigosa, jamás
dejó de cumplir con los ayunos y vigilias de la Iglesia.
Huérfano y solo en el mundo, el joven Isidro se alquiló como bracero de un señor de Madrid apellidado
Vera. Su fidelidad y nada vulgar espíritu de trabajo le mereció muy pronto la preferencia y simpatía de su
amo. Envidiosos sus compañeros de la estima en que su común señor le tenía, acudieron a la censura y a la
intriga, acusándole de que, en vez de trabajar, se dedicaba a la oración. Con elegancia cristiana perdonó el
pobre huérfano "cumplidamente" a sus acusadores.
Cuando Alí, rey de los almorávides, venció a Alfonso el Bravo y penetró con un formidable ejército por
tierras de Toledo, apoderándose de Madrid, el miedo obligó a huir a aquellos pacíficos y laboriosos
campesinos. Isidro corrió entonces la suerte de los emigrados. Se detuvo en Torrelaguna, donde tenía
algunos lejanos parientes. Allí se puso al servicio de uno de los grandes terratenientes de la localidad. No
tardaron sus compañeros de labor en volver a hacerle blanco de injustas acusaciones, hasta el extremo que su
amo, fácil a la intriga e ignorante de la virtud de su nuevo criado, hubo de someterle a la humillación de la
prueba y a exigir de él más rendimiento que de los otros. Isidro soportó paciente y con humildad la vileza de
las acusaciones y la injusticia de la prueba; pero defendió su honradez con entereza y dignidad. Era
costumbre en Castilla que el señor entregase, en concepto de salario, a sus criados una porción de tierra, que
se decía pegujal, a fin de que con sus frutos pudiesen decorosamente vestirse. Isidro trabajó su pegujal con
tan buena fortuna, que obtuvo de su campo cuantioso grano. Esta circunstancia agravó la ya mala disposición
de su patrono, trabajada por la maldad de los envidiosos. Advirtiólo el Santo y sin animosidad, pero con
noble gesto, calmó sus iras, diciéndole: "Tomad, señor, todo el grano. Yo me quedaré con la paja." Dios se
encargó de confundir la envidia de los unos y la codicia del otro, multiplicando milagrosamente el poco trigo
que entre la paja había quedado.
Estando en Torrelaguna, Isidro contrajo matrimonio con una joven del pueblo de Uceda. La historia la
conoce con el nombre de Santa María de la Cabeza, no porque éste fuese su apellido, sino porque, después
de su muerte, su cabeza fue trasladada a una ermita de Nuestra Señora, situada no muy lejos de Torrelaguna.
Acaso por la incomprensión de su amo y, a su vez, llevado por la nostalgia de su pueblo natal, nuestro
Santo labrador, acompañado de su joven esposa, hubo de trasladarse definitivamente a Madrid. De nuevo en
la villa que le vio nacer, trabajó las tierras que Juan de Vargas tenía en una localidad vecina, donde se dice
que le nació su primero y único hijo. Satisfecho Vargas de la laboriosidad y honradez de su colono, le puso
muy pronto al frente de toda su hacienda, en su mayor parte encuadrada en el término de la villa madrileña.
Ya San Isidro no volvió a abandonar su tierra hasta que murió a la edad avanzada de noventa años.
En esta época es cuando sus biógrafos colocan el tan conocido milagro de los ángeles. Sus émulos no
cejaban en la persecución, y Vargas hubo de cerciorarse de la inocencia y santidad de su mayoral, viendo con
sus propios ojos que, mientras Isidro oraba, dos ángeles vestidos de blanco conducían la yunta con que él
araba.
San Isidro es la personificación de las virtudes populares. Su vida, sencilla y metódica, podría escribirse
en muy pocas líneas, de no ser tantos los milagros que se le atribuyen. Si bien es cierto que todos los
biógrafos lo presentan nimbado con esa aureola de portento difuminada entre rasgos de piadosa leyenda, la
realidad histórica y humana de su vida no puede precisarse, ya que no existe, por desgracia, ninguna crítica;
con todo, a la luz de la bula de su canonización pueden fijarse como características y virtudes culminantes
del Santo la fidelidad a sus amos, el espíritu de trabajo armonizado con una intensa vida de oración, la
humildad y la fortaleza en sufrir las injustas acusaciones y defender su honradez y su gran caridad para con
los pobres necesitados, a quienes diariamente hacía partícipes de su sencilla y frugal mesa. Todo ello habla
muy alto de la nobleza de su alma y de la reciedumbre de su espíritu castellano y profundamente evangélico.
Próximo a expirar "hizo humildísima confesión de sus faltas, recibió el Viático y exhortó a los suyos al
amor de Dios y del prójimo". Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de San Andrés, y, a pesar de
permanecer allí expuesto a las inclemencias del tiempo durante cuarenta años, se conservó incorrupto,
exhalando suavísimo olor, dice el documento pontificio. Un amigo suyo lo trasladó, a expensas propias, del
cementerio común a la iglesia donde se dice fuera bautizado.
Por los años de 1163 fue visto y examinado su sepulcro por delegados de la Sede Apostólica, y dieron fe,
según testimonio de la misma bula, de su incorrupción. A instancias del rey Felipe III, cuya milagrosa
curación la atribuía al Santo, fue beatificado por el papa Paulo V. Tres años más tarde, Gregorio XV lo
canonizó.
Goya dejó a la posteridad un hermoso cuadro de San Isidro, que se conserva en la Biblioteca Nacional. El
gremio de plateros de Madrid costeó la rica urna de plata que guarda sus preciosos restos, expuesta a la
veneración del público en la catedral madrileña.
SALVADOR BALTAR