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12 mayo 2024

BEATO ÁLVARO DEL PORTILLO

Apenas quince días antes de su fallecimiento, había celebrado su octogésimo cumpleaños, el 11 de marzo
de 1994. Celebró la Santa Misa en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz. Asistieron esta vez sólo
hijas suyas, y les dirigió una breve homilía, que fue como un resumen de su vida:

“Hijas mías, sólo unas palabras para que me ayudéis a dar gracias a Dios.

“Desde hace tiempo me vengo disponiendo para esta fecha. Como siempre, he procurado seguir las
huellas de nuestro Padre. Necesito unirme siempre más a nuestro santo fundador, pues contemplo
cada vez con mayor profundidad su amable figura, su entrega a sus hijas y a sus hijos de todos los
tiempos, y deseo corresponder a las muchas luces que de su vida he recibido. Sé que, queriendo a
nuestro Padre, uniéndome a sus intenciones, me meto más en la Trinidad Beatísima. Os aconsejo que
hagáis otro tanto.

“Recuerdo como si fuera ahora cómo se preparó nuestro Padre para cumplir los setenta años. Desde
varios meses antes, además de dar muchas gracias a Dios, pedía al Señor que le hiciera más pequeño,
por dentro, para refugiarse en el regazo de Santa María, junto a Jesús. El Señor le escuchó con creces.
Nosotros hemos sido testigos de cómo progresó más y más en el camino de la infancia espiritual, con
particular fuerza en los últimos lustros de su vida. Con ocasión de aquel 9 de enero de 1972, con un
buen humor que celaba la intimidad de su trato con Dios, afirmaba que cumplía sólo siete años: había
mandado el cero a paseo —así nos lo explicaba— y se quedaba sólo con el siete. No deseaba pasar de
esa edad, porque luego los niños comienzan a perder la sencillez, y nuestro Padre ansiaba ser siempre
muy pequeño delante de Dios.

“Por la bondad del Señor, hoy cumplo yo ochenta años. Son innumerables las maravillas que he
contemplado a lo largo de este tiempo. He recibido incontables regalos de Dios, muchísimas caricias de
mi Madre la Virgen. Es lógico que hoy, de modo particular, mi corazón rebose de agradecimiento, y
que a todas mis hijas, a todos mis hijos, les pida que me acompañen en esta acción de gracias.

“Agradezco a Dios el don de la vida, y que me hiciera nacer en el seno de una familia cristiana, en la
que aprendí a amar a la Virgen como a mi Madre y a Dios como a Padre mío. Le doy gracias también
por la formación que recibí de mis padres —piedad verdadera, sin beatería—, que fue preparación
para el encuentro providencial con nuestro amadísimo fundador, que encauzaría el rumbo de mi
existencia. Tenía yo entonces veintiún años. Desde aquel día de julio de 1935, ¡cuántas muestras de la
bondad de Dios he recibido!: la vocación a la Obra, la formación de manos de nuestro Padre;
posteriormente, aquellos meses, duran- te la guerra civil —años durísimos—, en los que, por un
particular designio divino, el Señor me hizo el regalo de vivir muy cerca de nuestro fundador, de ser
testigo de su santidad, de su unión con Dios... Luego, tanto tiempo, tanto, siempre a su lado, como la
sombra que no se separa del cuerpo. Y la ordenación sacerdotal, hace ya casi cincuenta años...

“Son incalculables los bienes que debo a Dios, hijas mías. Ochenta años son muchos y son pocos,
porque —lo reconozco sin humildad de garabato— me veo con las manos vacías, incapaz de pagar a
mi Señor y a mi Madre la Virgen tanta generosidad... ¿Comprendéis por qué necesito vuestra
plegaria, vuestras acciones de gracias, vuestra fidelidad, vuestra alegría?

“¡Gracias, Señor! Perdón por mi falta de correspondencia; pero ayúdame más. Y vosotras, hijas
mías, pedid que sepa rellenar los vacíos de mi vida, a base de poner mucho amor en todo. Hoy, además
de moverme con una contrición sincera y alegre, me propongo pronunciar con más energía que nunca
ese nunc coepi!, ¡ahora comienzo!, que era el lema de la vida de nuestro Padre. Sí; ahora mismo
recomienzo, con el auxilio divino, a recorrer con garbo nuevo —con el garbo que vuestras oraciones
me alcanzan— el camino de la santidad, la senda que conduce al Amor. ¡No me dejéis solo, que os
necesito a todos, a cada una, a cada uno de vosotros! Necesito vuestra lealtad, vuestra fidelidad a la
vocación; necesito vuestra oración constante; necesito vuestro trabajo, bien terminado y hecho por
amor; necesito que me llenéis de hijas e hijos —¡más vocaciones, más perseverancia!—, como fruto de
vuestro apostolado incesante.

“Termino ya. En mi corazón, gracias a Dios y a la intercesión de nuestro Padre, arde con fuerza el
fuego del amor. Por eso me siento muy joven, y lo soy realmente. Además me siento, con orgullo santo,
muy hijo de nuestro fundador, y así deseo que os suceda a todas y a todos. La juventud de los años es
algo meramente fisiológico, que no tiene más trascendencia; lo que de veras importa es la juventud
interior, la que tenemos y debemos siempre tener todas las hijas y todos los hijos de Dios en el Opus
Dei. La juventud de quien está enamorado —enamorado de Dios— y se esfuerza por acrecentar su
amor más y más.

“Ad Deum qui laetificat iuventutem meam! Para que esa juventud de espíritu y de corazón crezca en
cada jornada, acerquémonos muy bien dispuestos al altar de Dios, a la Sagrada Eucaristía. De la mano
de la Virgen Santísima y de San José, recurriendo también con fuerza a la intercesión de nuestro
amadísimo y santo fundador, el Beato Josemaría, busquemos la intimidad y la unión con ese Dios que
es nuestro Bien y nuestro Amor. Os lo sugiero con unas palabras que nuestro Padre nos dirigía en este
mismo lugar, al final de la Misa, un día de su cumpleaños: ‘comulgad con hambre, todos los días,
aunque no tengáis ganas, aunque estéis helados. Decidle que queréis manifestarle vuestro amor y
vuestra fe, porque Cristo está realmente presente en la Hostia: con su Cuerpo, con su Sangre, con su
Alma, con su Divinidad’. Confiadle a Jesús, continuaba nuestro fundador, ‘que le amamos de verdad,
que le agradecemos que se haya quedado: decídselo con vuestro corazón de gente joven, lleno de
ilusión, lleno de amor’.

“Hijas mías, que Dios os bendiga”.