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Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VI
Desde 1955 se celebra litúrgicamente la Memoria de San José Obrero. La Iglesia recuerda así -«a ejemplo
de San José y con su patrocinio»- el valor humano y sobrenatural del trabajo. Todo trabajo humano es
colaboración en la obra de Dios, Creador, y por Jesucristo se convierte -según el amor a Dios y la caridad
con los demás- en verdadera oración y en apostolado.
I. Comerás el fruto de tu trabajo...
La Iglesia, al presentarnos hoy a San José como modelo, no se limita a valorar una forma de trabajo, sino
la dignidad y el valor de todo trabajo humano honrado. En la Primera lectura de la Misa leemos la narración
del Génesis en la que se muestra al hombre como partícipe de la Creación. También nos dice la Sagrada
Escritura que puso Dios al hombre en el jardín del Edén para que lo cultivara y guardase. El trabajo, desde el
principio, es para el hombre un mandato, una exigencia de su condición de criatura y expresión de su
dignidad. Es la forma en la que colabora con la Providencia divina sobre el mundo. Con el pecado original,
la forma de esa colaboración, el cómo, sufrió una alteración: Maldita sea la tierra por tu causa -leemos
también en el Génesis-; con fatiga te alimentarás de ella todos los días de tu vida... Con el sudor de tu frente
comerás el pan... Lo que habría de realizarse de un modo apacible y placentero, después de la caída original
se volvió dificultoso, y muchas veces agotador. Con todo, permanece inalterado el hecho de que la propia
labor está relacionada con el Creador y colabora en el plan de redención de los hombres. Las condiciones
que rodean al trabajo han hecho que algunos lo consideren como un castigo, o que se convierta, por la
malicia del corazón humano cuando se aleja de Dios, en una mera mercancía o en «instrumento de
opresión», de tal manera que en ocasiones se hace difícil comprender su grandeza y su dignidad. Otras veces,
el trabajo se considera como un medio exclusivo de ganar dinero, que se presenta como fin único, o como
manifestación de vanidad, de propia autoafirmación, de egoísmo..., olvidando el trabajo en sí mismo, como
obra divina, porque es colaboración con Dios y ofrenda a Él, donde se ejercen las virtudes humanas y las
sobrenaturales.
Durante mucho tiempo se despreció el trabajo material como medio de ganarse la vida, considerándolo
como algo sin valor o envilecedor. Y con frecuencia observamos cómo la sociedad materialista de hoy divide
a los hombres «por lo que ganan», por su capacidad de obtener un mayor nivel de bienestar económico,
muchas veces desorbitado. «Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios,
y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo,
considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del
hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de
unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la
mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad». Esto es lo que nos recuerda la
fiesta de hoy, al proponernos como modelo y patrono a San José, un hombre que vivió de su oficio, al que
debemos recurrir con frecuencia para que no se degrade ni se desdibuje la tarea que tenemos entre manos,
pues no raras veces, cuando se olvida a Dios, «la materia sale del taller ennoblecida, mientras que los
hombres se envilecen». Nuestro trabajo, con ayuda de San José, debe salir de nuestras manos como una
ofrenda gratísima al Señor, convertido en oración.
II. El Evangelio de la Misa nos muestra, una vez más, cómo a Jesús le conocen en Nazaret por su trabajo.
Cuando vuelve Jesús a su tierra, sus vecinos decían: ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No es su madre
María?... En otro lugar se dice que Jesús siguió el oficio del que le hizo las veces de padre aquí en la tierra,
como ocurre en tantas ocasiones: «¿No es éste el carpintero, hijo de María?... El trabajo quedó santificado al
ser asumido por el Hijo de Dios y, desde entonces, puede convertirse en tarea redentora, al unirlo a Cristo
Redentor del mundo. La fatiga, el esfuerzo, las condiciones duras y difíciles, consecuencia del pecado
original, se convierten con Cristo en valor sobrenatural inmenso para uno mismo y para toda la humanidad.
Sabemos que el hombre ha sido asociado a la obra redentora de Jesucristo, «que ha dado una dignidad
eminente al trabajo ejecutándolo con sus propias manos en Nazaret».
Cualquier trabajo noble puede llegar a ser tarea que perfecciona a quien lo realiza, a la sociedad entera, y
puede convertirse, con todas sus incidencias, en medio para ayudar a otros a través de la comunión que existe
entre todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. Pero para esto es necesario no
olvidar el fin sobrenatural, además del humano, que deben tener todos los actos de la vida, incluso los que se
presentan como más duros y difíciles: «el condenado a galeras bien sabe que rema con el fin de mover un
barco, pero para reconocer que esto da sentido a su existencia, tendría que profundizar en el significado que
el dolor y el castigo tiene para un cristiano; es decir, tendría que ver su situación como una posibilidad de
identificarse con Cristo. Ahora bien, si por ignorancia o por desprecio no lo logra, llegará a odiar su
"trabajo". Un efecto similar puede darse cuando el fruto o el resultado del trabajo (no su retribución
económica, sino lo que se ha "trabajado", "elaborado" o "hecho") se pierde en una lejanía de la que casi no se
tiene noticia». ¡Cuántos cada mañana, por desgracia, se dirigen a su «trabajo» como si fueran a galeras! A
remar para un barco que no saben a dónde va, ni siquiera les importa. Sólo esperan el fin de semana y la paga
mensual. Ese trabajo, evidentemente, no dignifica, no santifica, difícilmente servirá para desarrollar la propia
personalidad y ser un bien para la sociedad.
Pensemos hoy, junto a San José, en el amor y aprecio que tenemos a nuestra tarea, el cuidado que
ponemos en acabarla con perfección, la puntualidad, el prestigio profesional, el sosiego -no reñido con la
urgencia- con que lo llevamos a cabo, la consideración y el respeto que tenemos por todo trabajo, la
laboriosidad... Si nuestro quehacer está humanamente bien hecho, podremos decir con la liturgia de la Misa
de hoy: Señor, Dios nuestro, fuente de misericordia, acepta nuestra ofrenda en la fiesta de San José obrero, y
haz que estos dones se transformen en fuente de gracia para los que te invocan.
III. La obra bien hecha es la que se lleva a cabo con amor. Apreciar la propia profesión, el oficio al que
nos dedicamos es, quizá, el primer paso para dignificarlo y para elevarlo al plano sobrenatural. Debemos
poner el corazón en lo que tenemos entre manos, y no hacerlo «porque no hay más remedio». «Aquel
hombre, hijo mío, que vino a verme esta mañana -¿sabes?, el de la cazadora color de tierra- no es un hombre
honesto (...). Este hombre ejerce la profesión de caricaturista en un periódico ilustrado. Esto le da de qué
vivir; esto le ocupa las horas de la jornada. Y, sin embargo, él habla siempre con asco de su oficio, y me
dice:"¡Si yo pudiera ser pintor! Pero me es indispensable dibujar esas tonterías para comer. ¡No mires los
muñecos, chico, no los mires! Comercio puro...". Quiere decir que él cumple únicamente por la ganancia. Y
que ha dejado que su espíritu se vaya lejos de la labor que le ocupa las manos. Porque él tiene su labor por
muy vil. Pero dígote, hijo, que si la faena de mi amigo es tan vil, si sus dibujos pueden ser llamados
tonterías, la razón está justamente en que él no metió allí su espíritu. Cuando el espíritu en ella reside, no hay
faena que no se vuelva noble y santa. Lo es la del caricaturista, como la del carpintero y la del que recoge las
basuras (...). Hay una manera de dibujar caricaturas, de trabajar la madera (...), que revela que en la actividad
se ha puesto amor, cuidado de perfección y armonía, y una pequeña chispa de fuego personal: eso que los
artistas llaman estilo propio, y que no hay obra ni obrilla humana en que no pueda florecer. Manera de
trabajar que es la buena. La otra, la de menospreciar el oficio, teniéndolo por vil, en lugar de redimirlo y
secretamente transformarlo, es mala e inmoral. El visitante de la cazadora color de tierra es, pues, un hombre
inmoral, porque no ama su oficio».
San José nos enseña a amar el oficio en el que empleamos tantas horas: el hogar, el laboratorio, el arado o
el ordenador, el traer y llevar paquetes o el cuidar de la portería de aquel gran edificio... La categoría de un
trabajo reside en su capacidad de perfeccionarnos humana y sobrenaturalmente, en las posibilidades que nos
ofrece de sacar la familia adelante y de colaborar en obras buenas en favor de los hombres, en la ayuda que a
través de él prestamos a la sociedad...
San José tuvo delante a Jesús mientras trabajaba. A veces le pedía que le sostuviera una madera mientras
aserraba y, otras, le enseñaba a manejar el formón o la garlopa... Cuando estaba cansado miraba a su hijo,
que era el Hijo de Dios, y aquella tarea adquiría un nuevo vigor porque sabía que con su trabajo estaba
colaborando en los planes misteriosos, pero reales, de la salvación. Pidámosle hoy que nos enseñe a tener esa
presencia de Dios que él tuvo mientras ejercía su oficio. No olvidemos a Santa María, a la que vamos a
dedicar, con mucho amor, este mes de mayo que hoy comenzamos. No olvidemos ofrecer cada día alguna
hora de trabajo o de estudio, más intensa, mejor acabada, en su honor.