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24 febrero 2024

San Modesto, Obispo († 486)

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Su apelativo bien pronunciado indica al poseedor de una virtud altamente costosa de conseguir y dice
mucho con relación a la templanza que ayuda al perfecto dominio de sí. Buen servicio hizo esta virtud al
santo que la llevó en su nombre.

El pastor de Tréveris trabaja y se desvive por los fieles de Jesucristo, allá por el siglo V. Lo presentan los
escritos narradores de su vida adornado con todas las virtudes que debe llevar consigo un obispo.

Al leer el relato, uno va comprobando que, con modalidades diversas, el hombre continúa siendo el mismo
a lo largo de la historia. No cambia en su esencia, no son distintos sus vicios y ni siquiera se puede decir que
no sea un indigente de los mismos remedios ayer que hoy. Precisamente en el orden de la sobrenatural, las
necesidades corren parejas por el mismo sendero, las virtudes a adquirir son siempre las mismas y los medios
disponibles son idénticos. Fueron inventados hace mucho tiempo y el hombre ha cambiado poco y siempre
por fuera.

Modesto es un buen obispo que se encuentra con un pueblo invadido y su población asolada por los reyes
francos Merboco y Quildeberto. A su gente le pasa lo que suele suceder como consecuencia del desastre de
las guerras. Soportan todas las consecuencias del desorden, del desaliento, del dolor de los muertos y de la
indigencia. Están descaminados los usos y costumbres de los cristianos; abunda el vicio, el desarreglo y
libertinaje. Para colmo de males, si la comunidad cristiana está deshecha, el estado en que se encuentra el
clero es aún más deplorable. En su mayor parte, están desviados, sumidos en el error y algunos nadan en la
corrupción.

El obispo está al borde del desaliento; lleno de dolor y con el alma encogida por lo que ve y oye. Es muy
difícil poner de nuevo en tal desierto la semilla del Evangelio. Humanamente la tarea se presenta con
dificultades que parecen insuperables.

Reacciona haciendo cada día más suyo el camino que bien sabía habían tomado con éxito los santos. Se
refugia en la oración; allí gime en la presencia de Dios, pidiendo y suplicando que aplaque su ira. Apoya el
ruego con generosa penitencia; llora los pecados de su pueblo y ayuna. Sí, son muchas las horas pasadas con
el Señor como confidente y recordándole que, al fin y al cabo, las almas son suyas.

No deja otros medios que están a su alcance y que forman parte del ministerio. También predica. Va poco
a poco en una labor lenta; comienza a visitar las casas y a conocer en directo a su gente. Sobre todo, los
pobres se benefician primeramente de su generosidad. En esas conversaciones de hogar instruye, anima, da
ejemplo y empuja en el caminar.

Lo que parecía imposible se realiza. Hay un cambio entre los fieles que supo ganar con paciencia y
amabilidad. Ahora es el pueblo quien busca a su obispo porque quiere gustar más de los misterios de la fe.
Ya estuvieron sobrado tiempo siendo rudos, ignorantes y groseros.

Murió -y la gente decía que era un santo el que se iba- el 24 de febrero del año 486.

El relato reafirma juntamente la pequeñez del hombre -el de ayer y el de hoy- y su grandeza.