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8 noviembre 2024

Beato Juan Duns Scot (1266-1308)

Nació cerca de Melrose, Escocia, de noble familia. Es un célebre
doctor en filosofía (Escolástica) y enseñó en Cambridge, Oxford, París y finalmente en Colonia, donde
murió. Se le conoce por ser el principal responsable de la creencia de la Inmaculada Concepción. Sobre la
obra monumental de este maestro, Pablo VI se declaró persuadido de que “este tesoro intelectual encierra las
armas adecuadas para combatir eficazmente el ateísmo contemporáneo”.

Catequesis de Benedicto XVI de 7 de julio de 2010

Queridos hermanos y hermanas,

esta mañana –después de algunas catequesis sobre diversos grandes teólogos– quiero presentaros otra
figura importante en la historia de la teología: se trata del beato Juan Duns Scoto, que vivió a finales del
siglo XIII. Una antigua inscripción sobre su tumba resume las coordenadas geográficas de su biografía:
“Inglaterra lo acogió; Francia lo instruyó; Colonia, en Alemania, conserva los restos; en Escocia nació”. No
podemos descuidar estas informaciones, también porque tenemos bien pocas noticias sobre la vida de Duns
Scoto. Nació probablemente en 1266 en un pueblo, que se llamaba precisamente Duns, en las cercanías de
Edimburgo. Atraído por el carisma de san Francisco de Asís, entró en la Familia de los Frailes menores y, en
1291, fue ordenado sacerdote. Dotado de una inteligencia brillante y llevada a la especulación –esa
inteligencia por la que mereció de la tradición el título de Doctor subtilis, “Doctor sutil”– Duns Scoto fue
dirigido a los estudios de filosofía y de teología en las célebres Universidades de Oxford y de París.
Concluida con éxito su formación, emprendió la enseñanza de la teología en las Universidades de Oxford y
de Cambridge, y después de París, empezando a comentar, como todos los Maestros de su tiempo,
las Sentencias de Pedro Lombardo. Las obras principales de Duns Scoto representan precisamente el fruto
maduro de estas lecciones, y toman su título de los lugares en los que enseñó: Opus
Oxoniense (Oxford), Reportatio Cambrigensis (Cambridge), Reportata Parisiensia (París). De París se alejó
cuando, tras estallar un grave conflicto entre el rey Felipe IV el Hermoso y el Papa Bonifacio VIII, Duns
Scoto prefirió el exilio voluntario, más que firmar un documento hostil al Sumo Pontífice, como el rey había
impuesto a todos los religiosos. Así –por amor a la Sede de Pedro–, junto a los Frailes franciscanos,
abandonó el país.

Queridos hermanos y hermanas, este hecho nos invita a recordar cuantas veces, en la historia de la Iglesia,
los creyentes encontraron hostilidad y sufrido incluso persecuciones a causa de su fidelidad y de su devoción
a Cristo, a la Iglesia y al Papa. Nosotros todos miramos con admiración a estos cristianos, que nos enseñan a
custodiar como un bien precioso la fe en Cristo y la comunión con el Sucesor de Pedro y, así, con la Iglesia
universal.

Sin embargo, las relaciones entre el rey de Francia y el sucesor de Bonifacio VIII volvieron a ser bien
pronto amistosas, y en 1305 Duns Scoto pudo volver a París para enseñar teología con el título de Magister
regens, hoy se diría profesor ordinario. Sucesivamente, los Superiores le enviaron a Colonia como profesor
del Studium teológico franciscano, pero él murió el 8 de noviembre de 1308, a tan solo 43 años de edad,
dejando, con todo, un número relevante de obras.

Con motivo de la fama de santidad de que gozaba, su culto se difundió bien pronto en la Orden
franciscana y el Venerable papa Juan Pablo II quiso confirmarlo solemnemente beato el 20 de marzo de
1993, definiéndolo “cantor del Verbo encarnado y defensor de la Inmaculada Concepción”. En esta
expresión está sintetizada la gran contribución que Duns Scoto ofreció a la historia de la teología.

Ante todo, meditó sobre el Misterio de la Encarnación y, a diferencia de muchos pensadores de muchos
pensadores cristianos del tiempo, sostuvo que el Hijo de Dios se habría hecho hombre aunque la humanidad
no hubiese pecado. Él afirma en la “Reportata Parisiensa”: “¡Pensar que Dios habría renunciado a esta obra
si Adán no hubiese pecado sería del todo irracional! Digo por tanto que la caída no fue la causa de la
predestinación de Cristo, y que –aunque nadie hubiese caído, ni el ángel ni el hombre– en esta hipótesis
Cristo habría estado aún predestinado de la misma forma” (in III Sent., d. 7, 4). Este pensamiento, quizás un
poco sorprendente, nace porque para Duns Scoto la Encarnación del Hijo de Dios, proyectada desde la
eternidad desde la eternidad por parte de Dios Padre en su plan de amor, es cumplimiento de la creación, y
hace posible a toda criatura, en Cristo y por medio de Él, de ser colmada de gracia, y dar alabanza y gloria a
Dios en la eternidad. Duns Scoto, aun consciente de que, en realidad, a causa del pecado original, Cristo nos
redimió con su Pasión, Muerte y Resurrección, reafirma que la Encarnación es la obra más grande y más
bella de toda la historia de la salvación, y que esta no está condicionada por ningún hecho contingente, pero
es la idea original de Dios de unir finalmente todo lo creado consigo mismo en la persona y en la carne del
Hijo.

Fiel discípulo de san Francisco, Duns Scoto amaba contemplar y predicar el Misterio de la Pasión salvífica
de Cristo, expresión del amor inmenso de Dios, el Cual comunica con grandísima generosidad fuera de sí los
rayos de Su bondad y de Su amor (cfr. Tractatus de primo principio, c. 4). Y este amor no se revela sólo en el
Calvario, sino también en la Santísima Eucaristía, de la cual Duns Scoto era devotísimo y que veía como el
Sacramento de la presencia real de Jesús y como el Sacramento de la unidad y de la comunión que nos
induce a amarnos unos a otros y a amar a Dios como el Sumo Bien común (cfr Reportata Parisiensia, in IV
Sent., d. 8, q. 1, n. 3).

Queridos hermanos y hermanas, esta visión teológica, fuertemente “cristocéntrica”, nos abre a la
contemplación, al estupor y a la gratitud: Cristo es el centro de la historia y del cosmos, es Aquel que da
sentido, dignidad y valor a nuestra vida. Como en Manila el papa Pablo VI, también yo hoy quiero gritar al
mundo: “[Cristo] es el revelador del Dios invisible, es el primogénito de toda criatura, es el fundamento de
todo; es el Maestro de la humanidad, es el Redentor; nació, murió y resucitó por nosotros; Él es el centro de
historia y del mundo; es Aquel que nos conoce y que nos ama; es el compañero y el amigo de nuestra vida...
Yo nunca acabaría de hablar de Él” (Homilía, 29 de noviembre de 1970).

No sólo el papel de Cristo en la historia de la salvación, sino también el de María es objeto de la reflexión
del Doctor subtilis. En los tiempos de Duns Scoto la mayor parte de los teólogos oponía una objeción, que
parecía insuperable, a la doctrina según la cual María Santísima estuvo exenta del pecado original desde el
primer instante de su concepción: de hecho, la universalidad de la Redención llevada a cabo por Cristo, a
primera vista, podría parecer comprometida por una afirmación semejante, como si María no hubiese tenido
necesidad de Cristo y de su redención. Por ello los teólogos se oponían a esta tesis. Duns Scoto, entonces,
para hacer comprender esta preservación del pecado original, desarrolló un argumento que fue después
adoptado también por el papa Pío IX en 1854, cuando definió solemnemente el dogma de la Inmaculada
Concepción de María. Y este argumento es el de la “Redención preventiva”, según la cual la Inmaculada
Concepción representa la obra de arte de la Redención realizada en Cristo, porque precisamente el poder de
su amor y de su mediación obtuvo que la Madre fuese preservada del pecado original. Por tanto María está
totalmente redimida por Cristo, pero ya antes de su concepción. Los franciscanos, sus hermanos, acogieron y
difundieron con entusiasmo esta doctrina, y los demás teólogos –a menudo con solemne juramento– se
comprometieron en defenderla y en perfeccionarla.

A este respecto, quisiera poner de evidencia un dato, que me parece importante. Teólogos de valor, como
Duns Scoto sobre la doctrina de la Inmaculada Concepción, enriquecieron con su contribución específica de
pensamiento lo que el Pueblo de Dios ya creía espontáneamente sobre la Beata Virgen, y manifestaba en los
actos de piedad, en las expresiones del arte y, en general, en la vida cristiana. Así la fe tanto en la
Inmaculada Concepción, como en la Asunción corporal de la Virgen estaba ya presente en el Pueblo de Dios,
mientras que la teología no había encontrado aún la clave para interpretarla en la totalidad de la doctrina de
la fe. Por tanto el Pueblo de Dios precede a los teólogos y todo esto gracias a ese sensus fidei sobrenatural, es
decir, esa capacidad infundida por el Espíritu Santo, que capacita para abrazar la realidad de la fe, con la
humildad del corazón y de la mente. En este sentido, el Pueblo de Dios es “magisterio que precede”, y que
debe ser después profundizado y acogido intelectualmente por la teología. ¡Que los teólogos puedan siempre
ponerse a la escucha de esta fuente de la fe y conservar la humildad y la sencillez de los pequeños! Lo
recordé hace unos meses diciendo: “Hay grandes doctos, grandes especialistas, grandes teólogos, maestros
de fe, que nos han enseñado muchas cosas. Están versados en los detalles de la Sagrada Escritura... pero no
han podido ver el propio misterio, el verdadero núcleo... ¡Lo esencial permanece escondido! En cambio, hay
también en nuestro tiempo pequeños que han conocido este misterio. Pensemos en santa Bernardette
Soubirous; en santa Teresa de Lisieux, con su nueva lectura ‘no científica’ de la Biblia, pero que entra en el
corazón de la Sagrada Escritura” (Homilía. Misa con los Miembros de la Comisión Teológica
Internacional, 1 de diciembre de 2009).

Finalmente, Duns Scoto desarrolló un punto en el que la modernidad es muy sensible. Se trata del tema de
la libertad y de su relación con la voluntad y con el intelecto. Nuestro autor subraya la libertad como
cualidad fundamental de la voluntad, iniciando una postura de tendencia voluntarista, que se desarrolló en
contraposición con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista. Para santo Tomás de Aquino, que sigue
a san Agustín, la libertad no puede considerarse una cualidad innata de la voluntad, sino el fruto de la
colaboración de la voluntad con el intelecto. Una idea de la libertad innata y absoluta colocada en la voluntad
que precede al intelecto, tanto en Dios como en el hombre, corre el riesgo, de hecho, de llevar a la idea de un
Dios que no estaría ligado tampoco a la verdad ni al bien. El deseo de salvar la absoluta trascendencia y
diversidad de Dios con una afirmación tan radical e impenetrable de su voluntad no tiene en cuenta que el
Dios que se ha revelado en Cristo es el Dios “logos”, que actuó y actúa lleno de amor hacia nosotros.
Ciertamente, como afirma Duns Scoto en la línea de la teología franciscana, el amor supera el conocimiento
y es capaz de percibir cada vez más del pensamiento, pero es siempre el amor del Dios “logos” (cfr
Benedicto XVI, Discurso en Regensburg, Enseñanzas de Benedicto XVI, II [2006], p. 261). También en el
hombre la idea de libertad absoluta, colocada en la voluntad, olvidando el nexo con la verdad, ignora que la
misma libertad debe ser liberada de los límites que le vienen del pecado.

Hablando a los seminaristas de Roma –el año pasado– recordaba que “la libertad en todos los tiempos ha
sido el gran sueño de la humanidad, desde el inicio, pero particularmente en la época moderna” (Discurso al
Pontificio Seminario Mayor Romano, 20 de febrero de 2009). Pero precisamente la historia moderna,
además de nuestra experiencia cotidiana, nos enseña que la libertad es auténtica, y ayuda a la construcción de
una civilización verdaderamente humana, sólo cuando está reconciliada con la verdad. Si se separa de la
verdad, la libertad se convierte trágicamente en principio de destrucción de la armonía interior de la persona
humana, fuente de prevaricación de los más fuertes y de los más violentos, y causa de sufrimientos y de
lutos. La libertad, como todas las facultades de las que el hombre está dotado, crece y se perfecciona, afirma
Duns Scoto, cuando el hombre se abre a Dios, valorando esa disposición a la escucha de su voz, que él
llama potentia oboedientialis: cuando nos ponemos a la escucha de la Revelación divina, de la Palabra de
Dios, para acogerla, entonces somos alcanzados por un mensaje que llena de luz y de esperanza nuestra vida
y somos verdaderamente libres.

Queridos hermanos y hermanas, el beato Duns Scoto nos enseña que en nuestra vida lo esencial es creer
que Dios está cercano a nosotros y nos ama en Jesucristo, y cultivar, por tanto, un profundo amor a Él y a su
Iglesia. De este amor nosotros somos los testigos en esta tierra. Que María Santísima nos ayude a recibir este
infinito amor de Dios del que gozaremos plenamente por la eternidad en el Cielo, cuando finalmente nuestra
alma estará unida por siempre a Dios, en la comunión de los santos.