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6 noviembre 2024

LOS MÁRTIRES DEL SIGLO XX EN ESPAÑA

Juan Antonio Martínez Camino (extracto)

El martirio fue en el siglo XX un patrimonio de muchos cristianos en toda Europa y en todo el mundo
Los mártires son testimonio vivo de Cristo. Ellos no antepusieron nada al amor de Dios, ni siquiera
la propia vida, y esa es su gran lección; nos enseñan con su vida -y sobre todo con su muerte-, el
camino que conduce verdaderamente a la fraternidad entre los hombres, a la justicia, a la libertad y a
la paz


El Papa Francisco, en la preciosa Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, habla en el número 35 sobre
una pastoral en clave misionera de testimonio en el mundo, y es el epígrafe en el que se encuadra esta
conferencia: “Una pastoral en clave misionera −escribe− no se obsesiona por la transmisión desarticulada de
una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo
pastoral y un estilo misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se
concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más
necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad ni verdad, y así se vuelve más
contundente y radiante”.

“Contundente y radiante”, como la figura del Papa Francisco. El Papa Francisco tuvo la generosidad de
dirigirse en un videomensaje gravado para la ocasión a la gran asamblea eucarística que el pasado octubre se
reunió en Tarragona para la beatificación de 522 mártires del siglo XX en España.

En ese breve videomensaje, con su característico estilo conciso y neto, vino a repetir esto mismo que dice
en Evangelii Gaudium y que es un pasaje central de la misma: “Los mártires nos ayudan con su ejemplo y su
intercesión a no ser cristianos de barniz, sino sustanciales”. Cristianos sustanciales.

La historia del gran Papa mártir, abatido por las balas en la Plaza de San Pedro y librado
providencialmente de la muerte, es una especie de resumen del siglo de los mártires. Juan Pablo II merece
muy bien, entre otros muchos que merece, el título de Papa de los mártires del siglo XX, igual que aquel otro
Papa de la antigüedad, San Dámaso, mereció el título del Papa de los mártires, por la obra de culto y de
memoria de los mártires de la época del Imperio Romano.

Juan Pablo II celebró en 1987 la primera beatificación de mártires de la persecución de los años 30 en
España, la de las Carmelitas Descalzas de Guadalajara. Habían pasado ya 50 años desde su martirio. Desde
entonces hasta la última beatificación, la de Tarragona, los mártires de España que han alcanzado la gloria de
los altares son 1523, de los cuales 11 son santos y el resto, 1512, beatos. Y serán si Dios quiere más en los
próximos años, pues fue elevadísimo el número de personas que dio el supremo testimonio del amor a
Jesucristo uniendo su sangre a la Sangre del Señor.

Las cifras de España son enormes, pero palidecen ante las que conocemos de otros lugares, sobre todo de
Rusia. En España fueron 12 obispos los que fueron asesinados por ser obispos. En Rusia fueron 250 obispos
ortodoxos, obispos en la sucesión apostólica. Si en España fueron unos 7.000 los sacerdotes, religiosos y
religiosas asesinados por su condición de tales, en Rusia las cifras son verdaderamente escalofriantes:
200.000 miembros del clero y del monacato (obispos, sacerdotes, monjes, diáconos y religiosas) fueron
asesinados entre 1917 y 1980. Y solo entre 1937 y 1938 fueron arrestados en Rusia 165.100 sacerdotes
ortodoxos de los que fueron fusilados 105.000. Las cifras se encuentran en un libro precioso de Andrea
Ricardi que se titula precisamente “El siglo de los mártires”, publicado en Barcelona en 2001.

Los mártires: fuerza motriz de la nueva evangelización

El mundo lo olvida, quiere ocultarlo, quiere callar sobre este asunto. Pero Juan Pablo II conocía bien el
gran don de Dios del martirio para el siglo XX. Quería ponerlo sobre el candelero, como he dicho antes.
Conocía bien el inmenso tesoro espiritual −desconocido incluso para los cristianos−, que son los mártires del
siglo XX. ¿Por qué aquel empeño del Papa santo? Es lo que voy a tratar de explicitar muy elementalmente en
esta segunda parte de mi intervención.

El Papa polaco y santo estaba convencido de que, igual que los mártires romanos de los tres primeros
siglos fueron sin duda la semilla básica de la que brotaron los frutos de la evangelización de Europa en el
primer milenio, así también la sangre de los mártires del siglo XX está llamada a fecundar la evangelización
del tercer milenio, es decir, la Nueva Evangelización, y me atrevo a añadir que no habrá Nueva
Evangelización fecunda y completa mientras no haya un conocimiento, un amor y un culto adecuado a los
mártires del siglo XX. ¿Por qué? No son difíciles de comprender las razones de la profética convicción de
Juan Pablo II: los mártires del siglo XX son personas de la misma fibra espiritual que los de los primeros
siglos y que los de todas las épocas. Aunque en el siglo XX en número han sido más que los de todos los
siglos anteriores juntos, son cristianos que llegada la hora de la verdad se han mostrado capaces de no
anteponer nada a su fidelidad a Jesucristo y a la fe; nada, ni siquiera la vida. Prefirieron morir a traicionar su
fe.

En el año 259, al obispo de Tarragona, Fructuoso, y a sus diáconos, Augurio y Eulogio, el gobernador
romano de la ciudad les pedía una cosa muy sencilla, y era que ofrecieran incienso en el anfiteatro de la
ciudad a los dioses de Roma, entre ellos al emperador. Ellos no lo hicieron, y fueron quemados vivos en el
anfiteatro de la ciudad. En 1936, el joven sacerdote menorquín, Juan Huguet, el beato Juan Huguet,
beatificado el 13 de octubre pasado en Tarragona, en presencia de dos de sus hermanos, de 94 años −pero
que él tenía entonces 23 años− acababa de ser ordenado sacerdote en Barcelona hacía un mes. El joven
sacerdote escucha de un militar que acababa de llegar a su pueblo de Ferreries que, si no quería morir tenía
que escupir a un crucifijo que se le acababa de caer de la sotana que le acababan de obligar a quitarse. Y él
dijo que no, que no lo iba a hacer, y fue asesinado a sangre fría por aquel militar de un tiro en la cabeza en el
ayuntamiento de su pueblo. Pudieron librarse de la muerte tanto Fructuoso como el beato Juan Huguet. Es
una elección clara y libre. Los perseguidores siempre tienen una excusa política. Puede ser traición a Roma o
puede ser traición a la revolución y al progreso, pero siempre hay en el corazón de los mártires un amor más
fuerte que la muerte como dice la Escritura Santa. Siempre hay en la intención de los verdugos un odio
objetivo a la fe profesada por sus víctimas. Para los romanos la fe cristiana era odiada porque la
consideraban una causa de corrupción del civismo de los súbditos de Roma y de la unidad de la res publica
que ponía en peligro la supervivencia política y social de aquel sistema. Los revolucionarios de la Europa del
siglo XX y de otras partes del mundo pensaban que la fe cristiana era el opio del pueblo, o bien el veneno
que paraliza las fuerzas del superhombre y que le impide tomar su destino en sus manos y ser libre. Tanto en
la Roma pagana, feliz y madre, como en el estado totalitario moderno, supuestamente creador del hombre
nuevo, estas ideologías ocupaban, de hecho, el lugar de Dios y violentaban por tanto la conciencia de quienes
no podían reconocer otra divinidad que la de Aquél que ha creado el Cielo y la Tierra y que ha revelado
plenamente su omnipotencia en la debilidad de la Cruz de Jesucristo.

Estos son los mártires, la misma personalidad, la misma fibra humana y espiritual en el siglo III y en el
siglo XX, y serán y están llamados a ser actores principales de la Nueva Evangelización. Por tres motivos: un
motivo general, uno específico y otro de actualidad y conveniencia.

Motivo general: los mártires nos ayudan a entender cómo crece la Iglesia. La Iglesia siempre ha florecido
y florecerá también hoy y en el futuro como comunión de los santos. El Evangelio no prende en el corazón
de los hombres a base de discursos, a base de doctrinas −por muy santas que sean−, y si son falsas peor
todavía. No prende a base de palabrería cargada de los tópicos, lugares comunes y modas de la sociedad, de
la política o de la Iglesia, −que también hay modas en la Iglesia−. Las palabras de moda no hacen cristianos.
El Evangelio atrae y cautiva las mentes y las voluntades en virtud del testimonio de los santos, que son el
cauce ordinario de la gracia de Cristo. Ellos son quienes han vivido la comunión con el Santo y la vida
cristiana es la comunión con el Santo. Ellos son los testigos de la misericordia infinita del Padre, y sin
testigos no hay evangelización.

El Papa Francisco no se cansa de decir que el pueblo cristiano y la Iglesia es un pueblo memorioso, lo dice
el número 13 de Evangelii Gaudium y en el número 14 dice que la Iglesia no crece por proselitismo, sino por
atracción. Proselitismo, ¿qué quiere decir?, ¿que no hay que hacer apostolado? ¿que no hay que ir alma a
alma? ¿que no hay que hablar de Jesucristo? No. Proselitismo quiere decir hablar de teorías, progresistas o
conservadoras, hablar de teorías a la gente para convencer de teorías. Eso es proselitismo y así la Iglesia no
crece. La Iglesia vive de la memoria de Jesucristo, y la veneración de los mártires, primer testimonio de la
memoria de Jesucristo, acompaña a la Iglesia desde sus orígenes. “Si a Mí me han perseguido, también lo
harán con vosotros”. Una Iglesia que no es perseguida es una Iglesia que no vive del escándalo de la carne de
Cristo. Y en el mensaje que la Conferencia Episcopal Española publicó este año con motivo de la
beatificación de Tarragona se cita a pie de página un escrito del entonces cardenal de Buenos Aires, el Papa
Bergoglio, donde dice: “El estado de persecución es normal para la existencia cristiana, con tal de que se
viva con humildad, no con aquello de que ‘a mí en humilde no me gana nadie, ni en mártir’, y no con
victimismo. Lo importante es que el estado de persecución es el estado normal de la Iglesia”.

“Si a Mí me han perseguido, también lo harán con vosotros”. Jesús hace referencia con estas palabras al
misterio de la iniquidad y del mal. El mal no puede ser vencido con el mal, sino con el bien. Y por eso Él, el
Mártir, el Testigo del Padre, aceptó la persecución y la cruz. No fue a la cruz obligado. La aceptó libremente
y la anunció a sus discípulos, y es un criterio de autenticidad de la vida de la Iglesia. La Iglesia venera por
ello más a los mártires que a los otros santos. Hoy no sé si se nos ha olvidado un poco esto, pero lo dice el
Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia. La Iglesia venera más a los mártires que a los otros
santos. Ellos se han configurado con Cristo en su muerte salvadora y la intención de vencer al mal con el
bien y con el perdón. Sobre el sepulcro de los mártires la Iglesia celebraba la Eucaristía en Roma, y todavía
es costumbre habitual celebrar la Eucaristía sobre las reliquias de los mártires porque ellos completan de un
modo muy especial lo que falta a la pasión salvadora de Cristo. Y ¿qué es lo que le falta a la pasión de
Cristo?: el testimonio supremo del amor de los bautizados, aquel que le ofrecen aceptando la muerte y
ofreciendo el perdón como el mismo Cristo.

Esta es la primera razón de por qué los mártires del siglo XX son motores primeros de la Nueva
Evangelización, de la evangelización del tercer milenio. Es una razón general que sirve para hoy y que ha
servido siempre en la vida de la Iglesia.

Existe en segundo lugar una razón específica: la identificación perfecta con Cristo propia de los mártires
pone de relieve que en los mártires triunfa la Gracia sobre la seducción de los ídolos. Los ídolos tienen caras
distintas en cada época. En el fondo son siempre los mismos, pero tienen una cara y aspecto distintos en cada
época. La Iglesia florece cuando se aparta de los ídolos de cada momento, y se vuelve al Dios vivo y
verdadero. Los mártires del siglo XX han sido, en palabras de Juan Pablo II, “los testigos de la gran causa de
Dios en el siglo del ateísmo”, del ateísmo de masas.

Los mártires son testimonio vivo de Cristo. Ellos no antepusieron nada al amor de Dios, ni siquiera la
propia vida, y esa es su gran lección; nos enseñan con su vida −y sobre todo con su muerte−, el camino que
conduce verdaderamente a la fraternidad entre los hombres, a la justicia, a la libertad y a la paz.

Ellos fueron capaces de resistir a la injusticia y a la opresión sin traicionar su conciencia ni el amor a Dios
porque esperaban el Cielo. Este mundo deja de tener sentido pleno cuando se convierte en la meta última de
la vida humana, cuando no se espera el Cielo. Es muy difícil construir la justicia en la ciudad de los hombres
cuando esta tarea ímproba de construir la justicia es fiada únicamente a las capacidades y a la justicia
humana. El siglo XX lo ha puesto de relieve con la elocuencia de los hechos. Renegar de Dios es renegar a la
postre también del ser humano.

Sólo Dios basta. Cuando el ser humano acoge a Dios, el ser humano lo tiene todo, y a quien lo tiene todo,
a quien ha encontrado el tesoro del que Jesús habla tanto en sus parábolas, ya no le falta nada, y entonces no
teme quedarse sin algo, no teme ya a la muerte, y entonces puede entregar la vida libremente por causa del
amor y de la justicia, perdonando incluso a quienes se la arrebatan injustamente creyendo que le hacen mal,
porque Dios es el único tesoro, que vale más que la vida. “Tu gracia, oh Dios, vale más que la vida, te
alabaran mis labios”.

Y, por último, la intercesión de los mártires del siglo XX es de la máxima actualidad porque el ateísmo
sigue secando la vida espiritual y cultural de nuestra Europa y de nuestra España en nuestros días. Ahora
bajo la forma, tal vez dominante, del relativismo hedonista (pero de otras muchas formas); una forma que va
camino de imponerse a los pueblos como una nueva forma de dictadura y que ya está poniendo en cuestión
derechos humanos fundamentales. No hace falta aquí desarrollar esto mucho más.

Se pretende olvidar a los mártires porque en este contexto resultan testigos molestos de la verdad del
Evangelio y de la verdad del ser humano. Porque los mártires se convirtieron y son verdaderos hombres
nuevos, capaces de salir de sí mismos, capaces de generosidad, capaces de ir al encuentro del otro con un
gesto de fraternidad y de perdón.

Sin embargo, la Iglesia que desea evangelizar el tercer milenio ni quiere ni puede olvidar a los mártires.
Ella es enviada a la misión en comunión con ellos, que son los testigos del Dios vivo, cuya fuerza se muestra
en la debilidad de la Cruz y en la caridad de los misioneros. ¿Queremos un tercer milenio iluminado por el
Evangelio donde se pueda vivir para la gloria de Dios de modo que todos los seres humanos, fuertes o
débiles, de nuestra mentalidad u otra, donde todos los seres humanos, sin discriminación, sean respetados
como personas, dotadas de una dignidad inviolable? ¿Lo queremos? Pues hemos de vivir el Evangelio y
comunicarlo de todas las maneras posibles sin olvidar a los mártires, porque ellos son nuestros intercesores
privilegiados que nos previenen contra los ídolos de nuestros días, contra las ideologías, y nos ayudan a
insertar nuestra vida con la vida de Cristo.

Esto es el cristianismo, vivir en Cristo; y ¿cómo? Conociendo a los mártires, haciéndolos conocer, para
vivir en comunión con ellos, para pedir su intercesión orando con ellos, por medio de ellos, y viviendo y
promoviendo el amor a ellos y su culto.