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La comunidad cristiana de Corinto, radicada en una de las ciudades más cosmopolitas, dio -mezclados con
muchas alegrías-, algunos motivos de preocupación; ya en tiempos del apóstol Pablo que adoctrinó a los
primeros hubo problemas con algunos cristianos que perdían su fuerza por la boca y se mostraron
indisciplinados. Años después se repitió la historia de los carismáticos que no aceptaban someterse a la
autoridad de los legítimos pastores. El papa Clemente tuvo que intervenir en esos episodios poco agradables,
molestos y preocupantes; era preciso corregir la desunión y evitar el peligro cismático.
Clemente I, obispo de Roma durante diez años, mandó a aquellos fieles una espléndida carta que llevaron
Claudio Efebo, Valerio y Fortunato.
Está escrita en griego, que era entonces el idioma oficial, y transportaba a Corinto la paternal
recomendación de practicar la caridad fraterna. No figura en el escrito el nombre de su autor, pero el análisis
interno induce a pensar casi con certeza que el autor, al ser obispo y de Roma, debe ser el papa Clemente, el
cuarto papa, tercer sucesor de Pedro, después de Lino y Cleto, por eso se le atribuye con toda probabilidad.
De hecho, así lo entendieron Eusebio de Cesarea que califica la carta como "universalmente admitida, larga y
admirable", Orígenes y el resto de los escritores eclesiásticos.
Clemente está incluido en el Canon de la Misa y aparece mencionado en los antiguos calendarios.
Algunas Actas legendarias -con toda probabilidad falsas- lo presentan emparentado con la familia
imperial, como si fuera primo de Domiciano, o pariente de aquel Flavio Clemente al que mandó matar el
emperador por el crimen de "ateísmo". Otros testimonios aducen su condición de liberto de la casa Flavia;
unos afirman que procedía del paganismo, mientras que otros lo presentan con ascendencia judía. Hay quien
lo quiere identificar con el homónimo mencionado por al Apóstol Pablo en la carta a los filipenses como
colaborador suyo, y hasta afirma alguno más que fue convertido en Roma por la predicación de Pedro.
Sea como fuere, a través del escrito se ve la fina figura de un papa conocedor del Antiguo y Nuevo
Testamento y bien experimentado en el espíritu de oración. Habla de forma arrebatada de la fe, origen de la
disposición humilde de donde nace la aceptación de la autoridad; expone -con la seguridad que dan las
disposiciones divinas y no las componendas humanas- la existencia de la autoridad jerárquica proveniente de
la voluntad fundacional de Cristo, y llama a la comunidad universal de los creyentes "cuerpo de Cristo" y
"rebaño"; no falta el recurso a la "tradición recibida" para llegar a la concordia de la fe y recuperar la paz.
Es admirable descubrir con nitidez la conciencia de su autoridad y de su obligación universal al intervenir
en uno de los primeros conflictos, en virtud de su suprema autoridad. Con tono dignísimo y de gran solicitud
paternal, Roma ordenó y fue obedecida.
La carta se considera tan autorizada por los destinatarios que sesenta años más tarde aún se leía a los
fieles, en la asamblea dominical, según consta por testimonio de Dionisio de Corinto.
Párrafos de la carta de Clemente dan a entender que se escribió al finalizar una de las persecuciones,
probablemente la de Domiciano, emperador al que el poder lo cambió inesperadamente de pacífico a cruel.
Clemente murió mártir al final del siglo I.
En torno a su muerte tampoco falta el relato imaginativo de las actas tardías (s. IV) configuradas con una
frondosa literatura que intenta realzar la figura del santo. Suponen que el emperador Trajano le desterró al
Quersoneso, en Crimea, condenándole a trabajos forzados en una cantera, por negarse a dar culto a los
ídolos. La leyenda referirá abundancia de hechos prodigiosos como el haber sido arrojado al agua en el mar
Negro con un ancla atada a su cuello; pero un ángel enviado por Dios hizo en el fondo del mar un magnífico
sepulcro de mármol; cada aniversario de su muerte podían los fieles visitarlo a pie seco y cuando una madre
olvidó en una ocasión allí a su hijo, lo encontró al año siguiente vivo.
El ancla que está presente en su iconografía más bien nos sugiere la firmeza de la fe y la seguridad de la
unidad de las que fue Clemente eminente campeón con su enérgica defensa al mantener el principio de la
autoridad primacial de la sede romana. En medio de las persecuciones, es el obispo de Roma la indiscutible
voz suprema del magisterio.
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