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Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VII
Después de la muerte no se rompen los lazos con quienes fueron nuestros compañeros de camino. Hoy
dedicamos nuestras oraciones a todos aquellos que aún están purificándose en el Purgatorio de las huellas
que dejaron en su alma los pecados. Hoy los sacerdotes pueden celebrar tres veces la Santa Misa en sufragio
por quienes ya nos precedieron. Los fieles pueden ganar indulgencias y aplicarlas también por los difuntos.
I. En este mes de noviembre la Iglesia nos invita con más insistencia a rezar y a ofrecer sufragios por los
fieles difuntos del Purgatorio. Con estos hermanos nuestros, que «también han sido partícipes de la fragilidad
propia de todo ser humano, sentimos el deber que es a la vez una necesidad del corazón de ofrecerles la
ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía
pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado».
En el Cielo no puede entrar nada manchado, ni quien obre abominación y mentira, sino sólo los escritos en
el libro de la vida. El alma afeada por faltas y pecados veniales no puede entrar en la morada de Dios: para
llegar a la eterna bienaventuranza es preciso estar limpio de toda culpa. El Cielo no tiene puertas escribe
Santa Catalina de Génova, y cualquiera que desee entrar puede hacerlo, porque Dios es todo misericordia y
permanece con los brazos abiertos para admitirlos en su gloria. Pero tan puro es el ser de Dios que si un alma
advierte en sí el menor rastro de imperfección, y al mismo tiempo ve que el Purgatorio ha sido ordenado para
borrar tales manchas, se introduce en él y considera una gran merced que se le permita limpiarlas de esta
forma. El mayor sufrimiento de esas almas es el de haber pecado contra la bondad divina y el no haber
purificado el alma en esta vida. El Purgatorio no es un infierno menor, sino la antesala del Cielo, donde el
alma se limpia y esclarece.
Y si no se ha expiado en la tierra, es mucho lo que el alma ha de limpiar allí: pecados veniales, que tanto
retrasan la unión con Dios; faltas de amor y de delicadeza con el Señor; también la inclinación al pecado,
adquirida en la primera caída y aumentada por nuestros pecados personales... Además, todos los pecados y
faltas ya perdonados en la Confesión dejan en el alma una deuda insatisfecha, un equilibrio roto, que exige
ser reparado en esta vida o en la otra. Y es posible que las disposiciones de los pecados ya perdonados sigan
enraizadas en el alma a la hora de la muerte, si no fueron eliminadas por una purificación constante y
generosa en esta vida. Al morir, el alma las percibe con absoluta claridad, y tendrá, por el deseo de estar con
Dios, un anhelo inmenso de librarse de estas malas disposiciones. El Purgatorio se presenta en ese instante
como la oportunidad única para conseguirlo.
En este lugar de purificación, el alma experimenta un dolor y sufrimiento intensísimos: un fuego «más
doloroso que cualquier cosa que un hombre pueda padecer en esta vida». Pero también existe mucha alegría,
porque sabe que, en definitiva, ha ganado la batalla y le espera, más o menos pronto, el encuentro con Dios.
El alma que ha de ir al Purgatorio es semejante a un aventurero al borde del desierto. El sol quema, el
calor es sofocante, dispone de poca agua; divisa a lo lejos, más allá del gran desierto que se interpone, la
montaña en que se encuentra su tesoro, la montaña en la que soplan brisas frescas y en la que podrá
descansar eternamente. Y se pone en marcha, dispuesto a recorrer a pie aquella larga distancia, en la que el
calor asfixiante le hace caer una y otra vez.
La diferencia entre ambos está en que aquélla, a diferencia del aventurero, sabe con toda seguridad que
llegará a la montaña que le espera en la lejanía: por sofocantes que sean, el sol y la arena no podrán separarla
de Dios.
Nosotros aquí en la tierra podemos ayudar mucho a estas almas a pasar más deprisa ese largo desierto que
las separa de Dios. Y también, mediante la expiación de nuestras faltas y pecados, haremos más corto
nuestro paso por aquel lugar de purificación. Si, con la ayuda de la gracia, somos generosos en la práctica de
la penitencia, en el ofrecimiento del dolor y en el amor al sacramento del perdón, podemos ir directamente al
Cielo. Eso hicieron los santos. Y ellos nos invitan a imitarlos.
II. Podemos ayudar mucho y de distintas maneras a las almas que se preparan para entrar en el Cielo y
permanecen aún en el Purgatorio, en medio de indecibles penas y sufrimientos. Sabemos que «la unión de
los viadores con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe, antes
bien..., se robustece con la comunicación de bienes espirituales». ¡Estemos ahora más unidos a los que nos
han precedido!
La Segunda lectura de la Misa nos recuerda que Judas Macabeo, habiendo hecho una colecta, envió mil
dracmas de plata a Jerusalén, para que se ofreciese un sacrificio por los pecados de los que habían muerto en
la batalla, porque consideraba que a los que han muerto después de una vida piadosa les estaba reservada una
gracia grande. Y añade el autor sagrado: es, pues, muy santo y saludable rogar por los difuntos, para que se
vean libres de sus pecados. Desde siempre la Iglesia ofreció sufragios y oraciones por los fieles difuntos. San
Isidoro de Sevilla afirmaba ya en su tiempo que ofrecer sacrificios y oraciones por el descanso de los
difuntos era una costumbre observada en toda la Iglesia. Por eso asegura el Santo, se piensa que se trata de
una costumbre enseñada por los mismos Apóstoles.
La Santa Misa, que tiene un valor infinito, es lo más importante que tenemos para ofrecer por las almas
del Purgatorio. También podemos ofrecer por ellas las indulgencias que ganamos en la tierra; nuestras
oraciones, de modo especial el Santo Rosario; el trabajo, el dolor, las contrariedades, etc. Estos sufragios son
la mejor manera de manifestar nuestro amor a los que nos han precedido y esperan su encuentro con Dios; de
modo particular hemos de orar por nuestros parientes y amigos. Nuestros padres ocuparán siempre un lugar
de honor en estas oraciones. Ellos también nos ayudan mucho en ese intercambio de bienes espirituales de la
Comunión de los Santos. «Las ánimas benditas del purgatorio. Por caridad, por justicia, y por un egoísmo
disculpable -¡pueden tanto delante de Dios! tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración.
»Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas amigas las almas del purgatorio..."».
III. Esforcémonos por hacer penitencia en esta vida, nos anima Santa Teresa: «¡Qué dulce será la muerte
de quien de todos sus pecados la tiene hecha, y no ha de ir al Purgatorio!».
Las almas del Purgatorio, mientras se purifican, no adquieren mérito alguno. Su tarea es mucho más
áspera, más difícil y dolorosa que cualquier otra que exista en la tierra: están sufriendo todos los horrores del
hombre que muere en el desierto... y, sin embargo, esto no les hace crecer en caridad, como hubiera sucedido
en la tierra aceptando el dolor por amor a Dios. Pero en el Purgatorio no hay rebeldía: aunque tuvieran que
permanecer en él hasta el final de los tiempos se quedarían de buen grado, tal es su deseo de purificación.
Nosotros, además de aliviarlas y de acortarles el tiempo de su purificación, sí que podemos merecer y, por
tanto, purificar con más prontitud y eficacia nuestras propias tendencias desordenadas. El dolor, la
enfermedad, el sufrimiento son una gracia extraordinaria del Señor para reparar nuestras faltas y pecados.
Nuestro paso por la tierra, mientras esperamos contemplar a Dios, debería ser un tiempo de purificación. Con
la penitencia el alma se rejuvenece y se dispone para la Vida. «No lo olvidéis nunca: después de la muerte,
os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido
en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como
su Unigénito, haciendo el bien (Hech 10, 38). Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas
llamadas que San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del martirio: ven al Padre (S.
Ignacio de Antioquía, Epístola ad Romanos, 7: PG 5, 694), ven hacia tu Padre, que te espera ansioso».
¡Qué bueno y grande es el deseo de llegar al Cielo sin pasar por el Purgatorio! Pero ha de ser un deseo
eficaz que nos lleve a purificar nuestra vida, con la ayuda de la gracia. Nuestra Madre, que es Refugio de los
pecadores nuestro refugio, nos obtendrá las gracias necesarias si de verdad nos determinamos a convertir
nuestra vida en un spatium verae paenitentiae, un tiempo de reparación por tantas cosas malas e inútiles.