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Cuando santa Clara abandonó la casa paterna para hacerse monja bajo la dirección de su hermano san
Francisco, su hermana Inés, que tenía entonces quince años, fue a reunirse con ella en el convento de las
benedictinas de Sant'Angelo di Panzo, donde Clara estuvo algún tiempo. En la «Crónica de los Veinticuatro
Generales» hay un relato muy detallado sobre la forma brutal con que los parientes de santa Inés trataron de
hacerla volver atrás, así como de los milagros que sostuvieron a la santa y obligaron a sus parientes a dejarla
en paz. Sin embargo, la bula de canonización de santa Clara, escrita por Alejandro IV, no dice una palabra
sobre ello.
San Francisco concedió el hábito a Inés y la envió con su hermana a San Damián. Ocho años más tarde,
cuando san Francisco fundó el convento de Monticello, en Florencia. Inés fue elegida abadesa. Según se
dice, supervisó desde allí las fundaciones de Mántua, Venecia, Padua y otras más. Bajo la sabia dirección de
santa Inés, el convento de Monticello llegó a ser casi tan famoso como el de San Damián. La santa apoyó
ardientemente a su hermana en su larga lucha para obtener el privilegio de la pobreza absoluta. En agosto de
1253, santa Inés fue a acompañar a santa Clara en sus últimos momentos y se dice que ésta predijo entonces
que su hermana la seguiría en breve. Lo cierto es que Santa Inés murió el 16 de noviembre del mismo año y
fue sepultada en San Damián.
En 1260, sus reliquias fueron trasladadas junto con las de su hermana a la nueva iglesia de Santa Clara de
Asís. Dios glorificó el sepulcro de Inés con repetidos milagros. Benedicto XIV concedió a los franciscanos el
privilegio de celebrar su fiesta. Se conserva todavía una conmovedora carta que santa Inés escribió a santa
Clara en 1219, poco después de haberse trasladado de San Damián a Monticello.
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