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15 noviembre 2024

San Alberto Magno, doctor de la Iglesia, 1303

Catequesis de Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas,

uno de los más grandes maestros de la teología medieval es san Alberto Magno. El título de “grande”
(magnus), con el que ha pasado a la historia, indica la vastedad y la profundidad de su doctrina, que él asoció
a la santidad de la vida. Pero ya sus contemporáneos no dudaban en atribuirle títulos excelentes; un discípulo
suyo, Ulrico de Estrasburgo, lo definió “asombro y milagro de nuestra época”.

Nació en Alemania a principio del siglo XIII, y aún muy joven se dirigió a Italia, a Padua, sede de una de
las más famosas universidades de la Edad Media. Se dedicó al estudio de las llamadas “artes liberales”:
gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música, es decir, de la cultura general,
manifestando ese típico interés por las ciencias naturales, que se convertiría bien pronto en el campo
predilecto de su especialización. Durante su estancia en Padua, frecuentó la iglesia de los Dominicos, a los
cuales se unió después con la profesión de los votos religiosos. Las fuentes hagiográficas dan a entender que
Alberto maduró gradualmente esta decisión. La relación intensa con Dios, el ejemplo de santidad de los
Frailes dominicos, la escucha de los sermones del beato Jordán de Sajonia, sucesor de santo Domingo en la
guía de la Orden de los Predicadores, fueron los factores decisivos que le ayudaron a superar toda duda,
venciendo también resistencias familiares. A menudo, en los años de la juventud, Dios nos habla y nos indica
el proyecto de nuestra vida. Como para Alberto, también para todos nosotros la oración personal nutrida por
la Palabra del Señor, la frecuencia de los sacramentos y la guía espiritual de hombres iluminados son los
medios para descubrir y seguir la voz de Dios. Recibió el hábito religioso del beato Jordán de Sajonia.

Tras la ordenación sacerdotal, los Superiores lo destinaron a la enseñanza en varios centros d estudios
teológicos anexos a los conventos de los Padres dominicos. Las brillantes cualidades intelectuales le
permitieron perfeccionar el estudio de la teología en la universidad más célebre de la ´poca, la de París.
Desde entonces san Alberto emprendió esa extraordinaria actividad de escritor, que habría proseguido
durante toda la vida.

Le fueron asignadas tareas prestigiosas. En 1248 fue encargado de abrir un estudio teológico en Colonia,
una de las capitales más importantes de Alemania, donde vivió en muchas ocasiones y que se convirtió en su
ciudad de adopción. De París llevó consigo a Colonia un alumno excepcional, Tomás de Aquino. Bastaría
sólo el mérito de haber sido maestro de santo Tomás, para nutrir profunda admiración hacia san Alberto.
Entre estos dos teólogos se estableció una relación de estima y amistad recíproca, actitudes humanas que
ayudan mucho al desarrollo de la ciencia. En 1254 Alberto fue elegido Provincial de la Provincia
Teutoniae – teutónica – de los Padres dominicos, que comprendía comunidades difundidas en un vasto
territorio del Centro y del Norte de Europa. Se distinguió por el celo con el que ejerció este ministerio,
visitando las comunidades y recordando constantemente a los hermanos la fidelidad a las enseñanzas y al
ejemplo de santo Domingo.

Sus dotes no se le escaparon al papa de aquella época, Alejandro IV, que quiso a Alberto durante un cierto
tiempo junto a sí en Anagni – donde los papas residían con frecuencia – en la misma Roma y en Viterbo,
para valerse de sus asesoramiento teológico. El mismo Sumo Pontífice lo nombró obispo de Ratisbona, una
diócesis grande y famosa que se encontraba, sin embargo, en un momento difícil. Entre 1260 y 1262 Alberto
llevó a cabo ese ministerio con dedicación incansable, consiguiendo llevar paz y concordia a la ciudad,
reorganizar parroquias y conventos, y dar un nuevo impulso a las actividades caritativas.

En los años 1263-1264, Alberto predicaba en Alemania y en Bohemia, encargado por el papa Urbano IV,
para volver después a Colonia y retomar su misión de profesor, de investigador y de escritor. Siendo hombre
de oración, de ciencia y de caridad, gozaba de gran autoridad en sus intervenciones, en varias circunstancias
de la Iglesia y de la sociedad de la época: fue sobre todo hombre de reconciliación y de paz en Colonia,
donde el arzobispo había entrado en dura confrontación con las instituciones ciudadanas; se prodigó durante
el desarrollo del Concilio de Lyon, en 1274, convocado por el papa Gregorio X para favorecer la unión entre
la Iglesia latina y la griega, tras la separación del gran cisma de Oriente de 1054; aclaró el pensamiento de
Tomás de Aquino, que había sido objeto de objeciones e incluso de condenas del todo injustificadas.

Murió en la celda de su convento de la Santa Cruz en Colonia en 1280, y bien pronto fue venerado por sus
hermanos. La Iglesia lo propuso al culto de los fieles con la beatificación, en 1622, y con la canonización, en
1931, cuando el papa Pío XI lo proclamó Doctor de la Iglesia. Se trataba de un reconocimiento sin duda
apropiado para este gran hombre de Dios e insigne investigador, no sólo de las verdades de la fe, sino de
muchísimos otros sectores del saber; de hecho, echando una mirada a los títulos de sus numerosísimas obras,
se da uno cuenta de que su cultura tiene algo de prodigioso, y que sus intereses enciclopédicos le llevaron a
ocuparse no sólo de filosofía y de teología, como otros contemporáneos, sino también de toda otra disciplina
entonces conocida, de la física a la química, de la astronomía a la mineralogía, de la botánica a la zoología.
Por este motivo el papa Pío XII lo nombró patrono de quienes cultivan las ciencias naturales, y se le llama
también Doctor universalis, precisamente por la vastedad de sus intereses y de su saber.

Ciertamente, los métodos científicos utilizados por san Alberto Magno no son los que se afirmarían en los
siglos sucesivos. Su método consistía simplemente en la observación, en la descripción y en la clasificación
de los fenómenos estudiados, pero así abrió la puerta a trabajos futuros.

Él tiene mucho que enseñarnos aún. Sobre todo, san Alberto muestra que entre fe y ciencia no hay
oposición, a pesar de algunos episodios de incomprensión que se han registrado en la historia. Un hombre de
fe y de oración, como fue san Alberto Magno, puede cultivar serenamente el estudio de las ciencias naturales
y progresar en el conocimiento del micro y del macrocosmos, descubriendo las leyes propias de la materia,
ya que todo esto concurre a alimentar la sed y el amor de Dios. La Biblia nos habla de la creación como del
primer lenguaje a través del cual Dios – que es suma inteligencia, que es Logos – nos revela algo de sí
mismo. El libro de la Sabiduría, por ejemplo, afirma que los fenómenos de la naturaleza, dotados de
grandeza y de belleza, son como las obras de un artista, a través de las cuales, por analogía, podemos
conocer al Autor de la creación (cfr Sb. 13,5). Con una similitud clásica en la Edad Media y en el
Renacimiento se puede comparar el mundo natural a un libro escrito por Dios, que nosotros leemos en base a
las diversas aproximaciones de las ciencias (cfr Discurso a los participantes en la Plenaria de la Pontificia
Academia de las Ciencias, 31 de octubre de 2008). ¡Cuántos científicos, de hecho, tras las huellas de san
Alberto Magno, han llevado adelante sus investigaciones inspirados por el asombro y la gratitud frente al
mundo que, a sus ojos de investigadores y de creyentes, aparecía y aparece como obra buena de un Creador
sabio y amoroso! El estudio científico se transforma entonces en un himno de alabanza. Lo había
comprendido bien un gran astrofísico de nuestros tiempos, del que se ha iniciado la causa de beatificación,
Enrico Medi, el cual escribió: “Oh, vosotras, misteriosas galaxias ..., yo os veo, os calculo, os entiendo, os
estudio y os descubro, os penetro y os recojo. De vosotras tomo la luz y hago ciencia de ella, tomo el
movimiento y lo hago sabiduría, tomo las chispas de colores y las hago poesía; os tomo, estrellas, en mis
manos, y temblando en la unidad de mi ser os elevo sobre vosotras mismas, y en oración os pongo ante el
Creador, a quien sólo por mi medio vosotras estrellas podéis adorar” (Le opere. Inno alla creazione).

San Alberto Magno nos recuerda que entre ciencia y fe hay amistad, y que los hombres de ciencia pueden
recorrer, a través de su vocación al estudio de la naturaleza, un auténtico y fascinante recorrido de santidad.

Su extraordinaria apertura de mente se revela también en una operación cultural que él emprendió con
éxito, es decir, en la acogida y en la valoración del pensamiento de Aristóteles. En los tiempos de san
Alberto, de hecho, se estaba difundiendo el conocimiento de numerosas obras de este gran filósofo griego
vivido en el siglo IV antes de Cristo, sobre todo en el ámbito de la ética y de la metafísica. Estas
demostraban la fuerza de la razón, explicaban con lucidez y claridad el sentido y la estructura de la realidad,
su inteligibilidad, el valor y el fin de las acciones humanas. San Alberto Magno abrió la puerta a la recepción
completa de la filosofía de Aristóteles en la filosofía y teología medieval, una recepción elaborada después
de modo definitivo por santo Tomás. Esta recepción de una filosofía, digamos, pagana pre-cristiana fue una
auténtica revolución cultural para aquel tiempo. Y sin embargo, muchos pensadores cristianos temían a la
filosofía de Aristóteles, la filosofía no cristiana, sobre todo porque ésta, presentada por sus comentaristas
árabes, había sido interpretada de modo que aparecía, al menos en algunos puntos, como irreconciliable con
la fe cristiana. Se planteaba entonces un dilema: fe y razón, ¿se contradicen entre ellas o no?

Aquí está uno de los grandes méritos de san Alberto: con rigor científico estudió las obras de Aristóteles,
convencido de que todo lo que es realmente racional es compatible con la fe revelada en las Sagradas
Escrituras. En otras palabras, san Alberto Magno contribuyó así a la formación de una filosofía autónoma,
distinta de la teología y unida con ella sólo por la unidad de la verdad. Así nació en el siglo XIII una clara
distinción entre estos dos saberes, filosofía y teología, que, dialogando entre sí, cooperan armoniosamente al
descubrimiento de la auténtica vocación del hombre, sediento de verdad y de felicidad: es sobre todo la
teología, definida por san Alberto como “ciencia afectiva”, la que indica al hombre su llamada a la alegría
eterna, una alegría que brota de la plena adhesión a la verdad.

San Alberto Magno fu capaz de comunicar estos conceptos de modo sencillo y comprensible. Auténtico
hijo de santo Domingo, predicaba de buen grado al pueblo de Dios, que quedaba prendado de su palabra y
del ejemplo de su vida.

Queridos hermanos y hermanas, oremos al Señor para que no falten nunca en la santa Iglesia teólogos
doctos, píos y sabios como san Alberto Magno y que nos ayude a cada uno de nosotros a hacer propia la
“fórmula de la santidad” que él siguió en su vida: “Querer todo lo que yo quiero para gloria de Dios, como
Dios quiere para su gloria todo lo que él quiere”, es decir, conformarse siempre a la voluntad de Dios para
querer y hacer sólo y siempre para su gloria.