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10 noviembre 2024

San León Magno, papa, 461

Catequesis de Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Continuando nuestro camino entre los padres de la Iglesia, auténticos astros que brillan a lo lejos, en el
encuentro de hoy nos acercamos a la figura de un Papa que, en 1754 fue proclamado por Benedicto XIV
doctor de la Iglesia: se trata de san León Magno. Como indica el apelativo que pronto le atribuyó la
tradición, fue verdaderamente uno de los más grandes pontífices que han honrado la Sede de Roma,
ofreciendo una gran contribución a reforzar su autoridad y prestigio. Primer obispo de Roma en llevar el
nombre de León, adoptado después por otros doce sumos pontífices, es también el primer Papa del que nos
ha llegado su predicación, dirigida al pueblo que le rodeaba durante las celebraciones. Viene a la mente
espontáneamente su recuerdo en el contexto de las actuales audiencias generales del miércoles, citas que se
han convertido para el obispo de Roma en una acostumbrada forma de encuentro con los fieles y con los
visitantes procedentes de todas las partes del mundo.

León había nacido en Tuscia. Fue diácono de la Iglesia de Roma en torno al año 430, y con el tiempo
alcanzó en ella una posición de gran importancia. Este papel destacado llevó en el año 440 a Gala Placidia,
que en ese momento regía el Imperio de Occidente, a enviarle a Galia para subsanar la difícil situación. Pero
en el verano de aquel año, el Papa Sixto III, cuyo nombre está ligado a los magníficos mosaicos de la
Basílica de Santa María la Mayor, falleció y fue elegido como su sucesor León, quien recibió la noticia
mientras desempeñaba su misión de paz en Galia.

Tras regresar a Roma, el nuevo Papa fue consagrado el 29 de septiembre del año 440. Iniciaba de este
modo su pontificado, que duró más de 21 años y que ha sido sin duda uno de los más importantes en la
historia de la Iglesia. Al morir, el 10 de noviembre del año 461, el Papa fue sepultado junto a la tumba de san
Pedro. Sus reliquias siguen custodiadas en uno de los altares de la Basílica vaticana.

El Papa León vivió en tiempos sumamente difíciles: las repetidas invasiones bárbaras, el progresivo
debilitamiento en Occidente de la autoridad imperial, y una larga crisis social habían obligado al obispo de
Roma –como sucedería con más claridad todavía un siglo y medio después, durante el pontificado de
Gregorio Magno– a asumir un papel destacado incluso en las vicisitudes civiles y políticas. Esto no impidió
que aumentara la importancia y el prestigio de la Sede romana. Es famoso un episodio de la vida de León. Se
remonta al año 452, cuando el Papa en Mantua, junto a una delegación romana, salió al paso de Atila, el jefe
de los hunos, para convencerle de que no continuara la guerra de invasión con la que había devastado las
regiones del nordeste de Italia. De este modo salvó al resto de la península.

Este importante acontecimiento pronto se hizo memorable y permanece como un signo emblemático de la
acción de paz desempeñada por el pontífice. No fue tan positivo, por desgracia, tres años después, el
resultado de otra iniciativa del Papa, que de todos modos manifestó una valentía que todavía hoy sorprende:
en la primavera del año 455, León no logró impedir que los vándalos de Genserico, al llegar a las puertas de
Roma, invadieran la ciudad indefensa, que fue saqueada durante dos semanas. Sin embargo, el gesto del
Papa que, inerme y rodeado de su clero, salió al paso del invasor para pedirle que se detuviera, impidió al
menos que Roma fuera incendiada y logró que no fueran saqueadas las basílicas de San Pedro, de San Pablo
y de San Juan, en las que se refugió parte de la población aterrorizada.

Conocemos bien la acción del Papa León gracias a sus hermosísimos sermones –se han conservado casi
cien en un latín espléndido y claro– y gracias a sus cartas, unas ciento cincuenta. En estos textos, el pontífice
se presenta en toda su grandeza, dedicado al servicio de la verdad en la caridad, a través de un ejercicio
asiduo de la palabra, como teólogo y pastor. León Magno, constantemente requerido por sus fieles y por el
pueblo de Roma, así como por la comunión entre las diferentes Iglesias y por sus necesidades, apoyó y
promovió incansablemente el primado romano, presentándose como un auténtico heredero del apóstol Pedro:
los numerosos obispos, en buena parte orientales, reunidos en el Concilio de Calcedonia, demostraron que
eran sumamente conscientes de esto.

Celebrado en el año 451, con 350 obispos participantes, este Concilio se convirtió en la asamblea más
importante celebrada hasta entonces en la historia de la Iglesia. Calcedonia representa la meta segura de la
cristología de los tres concilios ecuménicos precedentes: el de Nicea del año 325, el de Constantinopla del
año 381 y el de Éfeso del año 431. Ya en el siglo VI estos cuatro concilios, que resumen la fe de la Iglesia
antigua, fueron comparados a los cuatro Evangelios: lo afirma Gregorio Magno en una famosa carta (I, 24),
en la que declara que hay que «acoger y venerar, como los cuatro libros del santo Evangelio, los cuatro
concilios», porque, como sigue explicando Gregorio, sobre ellos «se edifica la estructura de la santa fe, como
sobre una piedra cuadrada». El Concilio de Calcedonia, al rechazar la herejía de Eutiques, que negaba la
auténtica naturaleza humana del Hijo de Dios, afirmó la unión en su única Persona, sin confusión ni
separación, de las dos naturalezas humana y divina.

Esta fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, era afirmada por el Papa en un importante texto
doctrinal dirigido al obispo de Constantinopla, el así llamado «Tomo a Flaviano», que al ser leído en
Calcedonia, fue acogido por los obispos presentes con una aclamación elocuente, registrada en las actas del
Concilio: «Pedro ha hablado por la boca de León», exclamaron unidos los padres conciliares. A partir de
aquella intervención y de otras pronunciadas durante la controversia cristológica de aquellos años, se hace
evidente que el Papa experimentaba con particular urgencia las responsabilidades del sucesor de Pedro, cuyo
papel es único en la Iglesia, pues «a un solo apostolado se le confía lo que a todos los apóstoles se
comunica», como afirma León en uno de sus sermones con motivo de la fiesta de los santos Pedro y Pablo
(83,2). Y el pontífice supo ejercer estas responsabilidades, tanto en Occidente como en Oriente,
interviniendo en diferentes circunstancias con prudencia, firmeza y lucidez, a través de sus escritos y de sus
legados. Mostraba de este modo cómo el ejercicio del primado romano era necesario entonces, como lo es
hoy, para servir eficazmente a la comunión, característica de la única Iglesia de Cristo.

Consciente del momento histórico en el que vivía y de la transición que tenía lugar, en un período de
profunda crisis, de la Roma pagana a la cristiana, León Magno supo estar cerca del pueblo y de los fieles con
la acción pastoral y la predicación. Alentó la caridad en una Roma afectada por las carestías, por la llegada
de refugiados, por las injusticias y la pobreza. Afrontó las supersticiones paganas y la acción de los grupos
maniqueos. Enlazó la liturgia a la vida cotidiana de los cristianos: por ejemplo, uniendo la práctica del ayuno
con la caridad y con la limosna, sobre todo con motivo de las Quattro tempora, que caracterizan en el
transcurso del año el cambio de las estaciones. En particular, León Magno enseñó a sus fieles –y sus palabras
siguen siendo válidas para nosotros– que la liturgia cristiana no es el recuerdo de acontecimientos pasados,
sino la actualización de realidades invisibles que actúan en la vida de cada quien. Lo subraya en un sermón
(64,1-2) hablando de la Pascua, que debe celebrarse en todo tiempo del año, «no como algo del pasado, sino
más bien como un acontecimiento del presente». Todo esto se enmarca en un proyecto preciso, insiste el
pontífice: así como el Creador animó con el soplo de la vida racional al hombre plasmado en el barro de la
tierra, del mismo modo, tras el pecado original, envió a su Hijo al mundo para restituir al hombre la dignidad
perdida y destruir el dominio del diablo a través de la nueva vida de la gracia.

Este es el misterio cristológico al que san León Magno, con su carta al Concilio de Éfeso, ofreció una
contribución eficaz y esencial, confirmando para todos los tiempos, a través de ese Concilio, lo que dijo san
Pedro en Cesarea de Filipo. Con Pedro y como Pedro confesó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Por
este motivo, al ser Dios y Hombre al mismo tiempo, «no es ajeno al género humano, pero es ajeno al
pecado» (Cf. Sermón 64). En la fuerza de esta fe cristológica, fue un gran mensajero de paz y de amor. De
esta manera nos muestra el camino: en la fe aprendemos la caridad. Aprendamos, por tanto, con san León
Magno a creer en Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, y a vivir esta fe cada día en la acción por la
paz y en el amor al prójimo.