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Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VII
La Iglesia nos invita a levantar el pensamiento y a dirigir la oración a esa inmensa multitud de hombres y
mujeres que siguieron a Cristo aquí en la tierra y se encuentran ya con Él en el Cielo. La fiesta se celebra en
toda la Iglesia desde el siglo VIII. En ella se nos recuerda que la santidad es asequible a todos, en las
diversas profesiones y estados, y que para ayudarnos a alcanzar esa meta debemos vivir el dogma de la
Comunión de los Santos.
I. Alegrémonos todos en el Señor, al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos: de esta
solemnidad se alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios.
La fiesta de hoy recuerda y propone a la meditación común algunos componentes fundamentales de
nuestra fe cristiana señalaba el Papa Juan Pablo II. En el centro de la liturgia están sobre todo los grandes
temas de la Comunión de los Santos, del destino universal de la salvación, de la fuente de toda santidad que
es Dios mismo, de la esperanza cierta en la futura e indestructible unión con el Señor, de la relación existente
entre salvación y sufrimiento y de una bienaventuranza que ya desde ahora caracteriza a aquellos que se
hallan en las condiciones descritas por Jesús. Pero la clave de la fiesta que hoy celebramos «es la alegría,
como hemos rezado en la antífona de entrada: Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en
honor de todos los Santos; y se trata de una alegría genuina, límpida, corroborante, como la de quien se
encuentra en una gran familia donde sabe que hunde sus propias raíces...». Esta gran familia es la de los
santos: los del Cielo y los de la tierra.
La Iglesia, nuestra Madre, nos invita hoy a pensar en aquellos que, como nosotros, pasaron por este
mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras, y vencieron. Es esa muchedumbre inmensa
que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, según nos recuerda la Primera lectura de la
Misa. Todos están marcados en la frente y vestidos con vestiduras blancas, lavadas en la sangre del Cordero.
La marca y los vestidos son símbolos del Bautismo, que imprime en el hombre, para siempre, el carácter de
la pertenencia a Cristo, y la gracia renovada y acrecentada por los sacramentos y las buenas obras.
Muchos Santos de toda edad y condición han sido reconocidos como tales por la Iglesia, y cada año los
recordamos en algún día preciso y los tomamos como intercesores para tantas ayudas como necesitamos.
Pero hoy festejamos, y pedimos su ayuda, a esa multitud incontable que alcanzó el Cielo después de pasar
por este mundo sembrando amor y alegría, sin apenas darse cuenta de ello; recordamos a aquellos que,
mientras estuvieron entre nosotros, hicieron, quizá, un trabajo similar al nuestro: oficinistas, labriegos,
catedráticos, comerciantes, secretarias...; también tuvieron dificultades parecidas a las nuestras y debieron
recomenzar muchas veces, como nosotros procuramos hacer, y la Iglesia no hace una mención nominal de
ellos en el Santoral. A la luz de la fe, forman «un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles laicos a
menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con
amor por el Padre, hombres y mujeres que, precisamente en la vida y actividad de cada jornada, son los
obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes artífices por la potencia de
la gracia, ciertamente del crecimiento del Reino de Dios en la historia». Son, en definitiva, aquellos que
supieron «con la ayuda de Dios conservar y perfeccionar en su vida la santificación que recibieron» en el
Bautismo.
Todos hemos sido llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias
desordenadas, a recomenzar siempre que sea preciso, porque «la santidad no depende del estado soltero,
casado, viudo, sacerdote, sino de la personal correspondencia a la gracia, que a todos se nos concede». La
Iglesia nos recuerda que el trabajador que toma cada mañana su herramienta o su pluma, o la madre de
familia dedicada a los quehaceres del hogar, en el sitio que Dios les ha designado, deben santificarse
cumpliendo fielmente sus deberes.
Es consolador pensar que en el Cielo, contemplando el rostro de Dios, hay personas con las que tratamos
hace algún tiempo aquí abajo, y con las que seguimos unidos por una profunda amistad y cariño. Muchas
ayudas nos prestan desde el Cielo, y nos acordamos de ellas con alegría y acudimos a su intercesión.
Hacemos hoy nuestra aquella petición de Santa Teresa, que también ella misma escuchará, en esta
Solemnidad: «¡Oh ánimas bienaventuradas, que tan bien os supisteis aprovechar, y comprar heredad tan
deleitosa...! Ayudadnos, pues estáis tan cerca de la fuente; coged agua para los que acá perecemos de sed».
II. En la Solemnidad de hoy, el Señor nos concede la alegría de celebrar la gloria de la Jerusalén celestial,
nuestra madre, donde una multitud de hermanos nuestros le alaban eternamente. Hacia ella, como peregrinos,
nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los Santos; en ellos, miembros
gloriosos de su Iglesia, encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad.
Nosotros somos todavía la Iglesia peregrina que se dirige al Cielo; y, mientras caminamos, hemos de
reunir ese tesoro de buenas obras con el que un día nos presentaremos ante nuestro Dios. Hemos oído la
invitación del Señor: Si alguno quiere venir en pos de Mí... Todos hemos sido llamados a la plenitud de la
vida en Cristo. Nos llama el Señor en una ocupación profesional, para que allí le encontremos, realizando
aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, ejercitando la
caridad con las personas que tratamos, viviendo la mortificación en su realización, buscando ya aquí en la
tierra el rostro de Dios, que un día veremos cara a cara. Esta contemplación trato de amistad con nuestro
Padre Dios podemos y debemos adquirirla a través de las cosas de todos los días, que se repiten muchas
veces, con aparente monotonía, pues «para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos
los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).
Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo,
y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas».
¿Qué otra cosa hicieron esas madres de familia, esos intelectuales o aquellos obreros..., para estar en el
Cielo? Porque a él queremos ir nosotros; es lo único que, de modo absoluto, nos importa. Esta santa decisión
tiene mucha importancia para los demás. Si, con la gracia de Dios y la ayuda de tantos, alcanzamos el Cielo,
no iremos solos: arrastraremos a muchos con nosotros.
Quienes han llegado ya, procuraron santificar las realidades pequeñas de todos los días; y si alguna vez no
fueron fieles, se arrepintieron y recomenzaron el camino de nuevo. Eso hemos de hacer nosotros: ganarnos el
Cielo cada día con lo que tenemos entre manos, entre las personas que Dios ha querido poner a nuestro lado.
III. Muchos de los que ahora contemplan la faz de Dios quizá no tuvieron ocasión, a su paso por la tierra,
de realizar grandes hazañas, pero cumplieron lo mejor posible sus deberes diarios, sus pequeños deberes
diarios. Tuvieron quizá errores y faltas de paciencia, de pereza, de soberbia, tal vez pecados graves. Pero
amaron la Confesión, y se arrepintieron, y recomenzaron. Amaron mucho y tuvieron una vida con frutos,
porque supieron sacrificarse por Cristo. Nunca se creyeron santos; todo lo contrario: siempre pensaron que
iban a necesitar en gran medida de la misericordia divina. Todos conocieron, en mayor o menor grado, la
enfermedad, la tribulación, las horas bajas en las que todo les costaba; sufrieron fracasos y éxitos. Quizá
lloraron, pero conocieron y llevaron a la práctica las palabras del Señor, que hoy también nos trae la Liturgia
de la Misa: Venid a Mí, todos los que estáis trabajados y cargados, y Yo os aliviaré. Se apoyaron en el Señor,
fueron muchas veces a verle y a estar con Él junto al Sagrario; no dejaron de tener cada día un encuentro con
Él.
Los bienaventurados que alcanzaron ya el Cielo son muy diferentes entre sí, pero tuvieron en esta vida
terrena un común distintivo: vivieron la caridad con quienes les rodeaban. El Señor dejó dicho: en esto
conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros. Ésta es la característica de los Santos, de
aquellos que están ya en la presencia de Dios.
Nosotros nos encontramos caminando hacia el Cielo y muy necesitados de la misericordia del Señor, que
es grande y nos mantiene día a día. Hemos de pensar muchas veces en él y en las gracias que tenemos,
especialmente en los momentos de tentación o de desánimo.
Allí nos espera una multitud incontable de amigos. Ellos «pueden prestarnos ayuda, no sólo porque la luz
del ejemplo brilla sobre nosotros y hace más fácil a veces que veamos lo que tenemos que hacer, sino
también porque nos socorren con sus oraciones, que son fuertes y sabias, mientras las nuestras son tan
débiles y ciegas. Cuando os asoméis en una noche de noviembre y veáis el firmamento constelado de
estrellas, pensad en los innumerables santos del Cielo, que están dispuestos a ayudarnos...». Nos llenará de
esperanza en los momentos difíciles. En el Cielo nos espera la Virgen para darnos la mano y llevarnos a la
presencia de su Hijo, y de tantos seres queridos como allí nos aguardan.