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San Narciso, obispo de Jerusalén, que murió a la edad de ciento dieciséis años, s. II. Nacido antes que
desapareciesen algunos de los Apóstoles, fue el tercer obispo de la ciudad santa. Presidio un Concilio en el
cual se discutió la cuestión de la Pascua (195), estableciéndose que debía celebrarse en domingo, y no el día
en que la conmemoraban los judíos.
La envidia es mala. Son temibles para los padres los "celos" que muestran algunos pequeños cuando viene
al hogar un nuevo hermano. Llenan la casa de disensiones y discordias entre los niños, ante el cuidado
normal que los padres dan a sus otros hermanos. Esta situación llega a ser, en ocasiones, mortificante para
los padres cuando se dan en una casa. Lo bueno del asunto es que de ordinario pasa pronto, basta con
adquirir un mayor grado de madurez natural. Lo malo del caso es no cuidar las pequeñas envidiejas y
permitir que se asienten en el hombre tomando el cariz de pecado.
Narciso nació a finales del siglo I en Jerusalén y se formó en el cristianismo bebiendo en las mismas
fuentes de la nueva religión. Debieron ser sus catequistas aquellos que el mismo Salvador había formado o
los que escucharon a los Apóstoles.
Era ya presbítero modelo con Valente o con el Obispo Dulciano. Fue consagrado obispo, trigésimo de la
sede de Jerusalén, en el 180, cuando era de avanzada edad, pero con el ánimo y dinamismo de un joven. En
el año 195 asiste y preside el concilio de Cesarea para unificar con Roma el día de la celebración de la
Pascua.
Permitió Dios que le visitara la calumnia. Tres de sus clérigos —también de la segunda o tercera
generación de cristianos- no pudieron resistir el ejemplo de su vida, ni sus reprensiones, ni su éxito. Se
conjuraron para acusarle, sin que sepamos el contenido, de un crimen atroz. ¡Parece fábula que esto pueda
pasar entre cristianos!
Viene el perdón del santo a sus envidiosos difamadores y toma la decisión de abandonar el gobierno de la
grey, viendo con humildad en el acontecimiento la mano de Dios. Secretamente se retira a un lugar
desconocido en donde permanece ocho años.
Dios, que tiene toda la eternidad para premiar o castigar, algunas veces lo hace también en esta vida, como
en el presente caso. Uno de los maldicientes hace penitencia y confiesa en público su infamia. Regresa
Narciso de su autodestierro y permanece ya acompañando a sus fieles hasta bien pasados los cien años. En
este último tramo de vida le ayuda Alejandro, obispo de Flaviada en la Capadocia, que le sucede.
El vicio capital de la envidia presenta un cuadro de tristeza permanente ante la contemplación de los
bienes materiales o morales que otros poseen. En lo moral, es pecado porque la caridad es amar y, cuando se
ama, hay alegría con los bienes del amado. Cuando hay envidia no hay amor, hay egoísmo, desorden,
pecado.
El envidioso vive acongojado -casi sin vida- por el bien que advierte en el otro y que él anhela tener. En
ocasiones extremas puede llegar a convertirse en una anomalía psíquica peligrosa ya que lleva a la ceguera y
desesperación cuyas consecuencias van de la maledicencia al crimen, pasando por la calumnia y la traición:
el envidioso se considera incapaz de alcanzar las cualidades ajenas; la estimación que los demás disfrutan es
considerada como un robo del cariño que él merece; en la eficacia del trabajo ajeno, acompañado de éxito y
merecidos triunfos, el envidioso ve intriga y apaño.
Ayer y hoy hubo y hay envidiosos. A los prójimos toca sufrir pacientemente las consecuencias. Sin
olvidar que la envidia fue la causa humana que llevó al Señor al Calvario.
¡Gracias, San Narciso, porque me das ejemplo de paciencia ante la cruz!
Archidiócesis de Madrid