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28 octubre 2024

Santos Apóstoles Simón Cananeo y Judas Tadeo, s. I.

Catequesis de Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy tomamos en consideración a dos de los doce apóstoles: Simón el Cananeo y Judas Tadeo (a quien no
hay que confundir con Judas Iscariote). Los consideramos juntos, no sólo porque en las listas de los doce
siempre están juntos (Cf. Mateo 10,4; Marcos 3,18; Lucas 6,15; Hechos 1,13), sino también porque las
noticias que les afectan no son muchas, con la excepción de que el canon del Nuevo Testamento conserva
una carta atribuida a Judas Tadeo.

Simón recibe un epíteto que cambia en las cuatro listas: mientras Mateo y Marcos le llaman «cananeo»,
Lucas le define «Zelotes». En realidad, los dos calificativos son equivalentes, pues significan lo mismo: en
hebreo, el verbo «qanà’» significa «ser celoso, apasionado» y se puede aplicar tanto a Dios, en cuanto que es
celoso del pueblo al que ha elegido (Cf. Éxodo 20, 5), como a los hombres, que arden de celo en el servicio
al Dios único con plena entrega, como Elías (Cf. 1 Reyes 19,10).

Por tanto, es muy posible que este Simón, si no pertenecía propiamente al movimiento nacionalista de los
zelotes, quizá se caracterizaba al menos por un celo ardiente por la identidad judía, es decir, por Dios, por su
pueblo y por su Ley divina. Si esto es así, Simón es todo lo opuesto de Mateo, que por el contrario, como
publicano, procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús
llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales, sin exclusión alguna. ¡A Él le
interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas! Y lo mejor es que en el grupo de sus
seguidores, todos, a pesar de que son diferentes, convivían juntos, superando las imaginables dificultades: de
hecho, Jesús mismo es el motivo de cohesión, en el que todos se encuentran unidos. Es una lección para
nosotros, que con frecuencia tendemos a subrayar las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que
Jesucristo nos da la fuerza para superar nuestros conflictos. Hay que recordar que el grupo de los doce es la
prefiguración de la Iglesia, en la que tienen que encontrar espacio todos los carismas, pueblos, razas, todas
las cualidades, que encuentran su unidad en la comunión con Jesús.

Por lo que se refiere a Judas Tadeo, recibe este nombre de la tradición, uniendo dos nombres diferentes:
mientras Mateo y Marcos le llaman simplemente «Tadeo» (Mateo 10, 3; Marcos 3, 18), Lucas lo llama
«Judas de Santiago» (Lucas 6, 16; Hechos 1, 13). El apodo Tadeo tiene una derivación incierta y se explica
como proveniente del arameo «taddà’», que quiere decir «pecho», es decir, significaría que es «magnánimo»,
o como una abreviación de un nombre griego como «Teodoro, Teodoto». De él se sabe poco. Sólo Juan
presenta una petición que planteó a Jesús durante la Última Cena. Tadeo le dice al Señor: «Señor, ¿qué pasa
para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?». Es una pregunta de gran actualidad, que también
nosotros le preguntamos al Señor: ¿por qué no se ha manifestado el Resucitado en toda su gloria a los
adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué sólo se ha manifestado a sus discípulos? La
respuesta de Jesús es misteriosa y profunda. El Señor dice: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi
Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Juan 14, 22-23). Esto quiere decir que el
Resucitado tiene que ser visto y percibido con el corazón, de manera que Dios pueda hacer su morada en
nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por ello su manifestación
implica y presupone un corazón abierto. Sólo así vemos al Resucitado.

A Judas Tadeo se le ha atribuido la paternidad de una de las cartas del Nuevo Testamento que son
llamadas «católicas», pues no están dirigidas a una determinada Iglesia local, sino a un círculo mucho más
amplio de destinatarios. Se dirige «a los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para
Jesucristo» (versículo 1). La preocupación central de este escrito consiste en alertar a los cristianos ante
todos los que toman como excusa la gracia de Dios para disculpar sus costumbres depravadas y para desviar
a los demás hermanos con enseñanzas inaceptables, introduciendo divisiones dentro de la Iglesia «alucinados
en sus delirios» (versículo 8), así define Judas a sus doctrinas e ideas particulares. Los compara incluso con
los ángeles caídos, y con términos fuertes dice que «se han ido por el camino de Caín» (versículo 11).
Además les tacha sin reticencias de «nubes sin agua zarandeadas por el viento, árboles de otoño sin frutos,
dos veces muertos, arrancados de raíz; son olas salvajes del mar, que echan la espuma de su propia
vergüenza, estrellas errantes a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas para siempre» (versículos
12-13).

Hoy quizá no estamos acostumbrados a utilizar un lenguaje tan polémico, que sin embargo nos dice algo
importante. En medio de todas las tentaciones, de todas las corrientes de la vida moderna, tenemos que
conservar la identidad de nuestra fe. Ciertamente, el camino de la indulgencia y del diálogo, que emprendió
con acierto el Concilio Vaticano II, tiene que continuarse con firme constancia. Pero este camino del diálogo,
tan necesario, no tiene que hacer olvidar el deber de recodar y subrayar siempre las líneas fundamentales
irrenunciables de nuestra identidad cristiana.

Por otra parte, es necesario tener muy presente que nuestra identidad exige fuerza, claridad y valentía,
ante las contradicciones del mundo en que vivismo. Por ello, el texto de la carta sigue diciendo así: «Pero
vosotros, queridos, edificándoos sobre vuestra santísima fe y orando en el Espíritu Santo, manteneos en la
caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna. A unos, a los que
vacilan, tratad de convencerlos...» (versículos 20-22). La carta se concluye con estas bellísimas palabras: «Al
que es capaz de guardaros inmunes de caída y de presentaros sin tacha ante su gloria con alegría, al Dios
único, nuestro Salvador, por medio de Jesucristo, nuestro Señor, gloria, majestad, fuerza y poder antes de
todo tiempo, ahora y por todos los siglos. Amén» (versículos 24-25).

Se ve con claridad que el autor de estas líneas vive en plenitud la propia fe, a la que pertenecen realidades
grandes, como la integridad moral y la alegría, la confianza y por último la alabanza, quedando todo
motivado por la bondad de nuestro único Dios y por la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. Por este
motivo, tanto Simón el Cananeo, como Judas Tadeo nos ayudan a redescubrir siempre de nuevo y a vivir
incansablemente la belleza de la fe cristiana, sabiendo dar testimonio fuerte y al mismo tiempo sereno.