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17 octubre 2024

San Ignacio, mártir, obispo de Antioquía

Catequesis de Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Como hicimos ya el miércoles pasado, hablamos de las personalidades de la Iglesia primitiva. La semana
pasada hablamos del Papa Clemente I, tercer Sucesor de san Pedro. Hoy hablamos de san Ignacio, que fue el
tercer obispo de Antioquía, del año 70 al 107, fecha de su martirio. En aquel tiempo Roma, Alejandría y
Antioquía eran las tres grandes metrópolis del imperio romano. El concilio de Nicea habla de tres
“primados”: el de Roma, pero también Alejandría y Antioquía participan, en cierto sentido, en un “primado”.

San Ignacio era obispo de Antioquía, que hoy se encuentra en Turquía. Allí, en Antioquía, como sabemos
por los Hechos de los Apóstoles, surgió una comunidad cristiana floreciente: su primer obispo fue el apóstol
san Pedro –así nos lo dice la tradición– y allí “por primera vez los discípulos recibieron el nombre de
cristianos” (Hch 11, 26). Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV, dedica un capítulo entero de su
Historia eclesiástica a la vida y a la obra literaria de san Ignacio (III, 3). “Desde Siria –escribe– Ignacio fue
enviado a Roma para ser arrojado como alimento a las fieras, a causa del testimonio que dio de Cristo. Al
realizar su viaje por Asia, bajo la custodia severa de los guardias” (que él, en su Carta a los Romanos, V, 1,
llama “diez leopardos”), “en cada una de las ciudades por donde pasaba, con predicaciones y exhortaciones,
iba consolidando las Iglesias; sobre todo exhortaba, con gran ardor, a guardarse de las herejías que ya
entonces comenzaban a pulular, y les recomendaba que no se apartaran de la tradición apostólica”.

La primera etapa del viaje de san Ignacio hacia el martirio fue la ciudad de Esmirna, donde era obispo san
Policarpo, discípulo de san Juan. Allí san Ignacio escribió cuatro cartas, respectivamente, a las Iglesias de
Éfeso, Magnesia, Trales y Roma. “Habiendo partido de Esmirna –prosigue Eusebio– Ignacio fue a Tróada, y
desde allí envió otras cartas”: dos a las Iglesias de Filadelfia y Esmirna, y una al obispo Policarpo. Eusebio
completa así la lista de las cartas, que han llegado hasta nosotros como un valioso tesoro de la Iglesia del
siglo I. Leyendo esos textos se percibe la lozanía de la fe de la generación que conoció a los Apóstoles. En
esas cartas se percibe también el amor ardiente de un santo. Por último, desde Tróada el mártir llegó a Roma,
donde, en el anfiteatro Flavio, fue dado como alimento a las bestias feroces.

Ningún Padre de la Iglesia expresó con la intensidad de san Ignacio el deseo de unión con Cristo y de vida
en él. Por eso, hemos leído el pasaje evangélico de la vid, que según el Evangelio de san Juan, es Jesús. En
realidad, confluyen en san Ignacio dos “corrientes” espirituales: la de san Pablo, orientada totalmente a la
unión con Cristo, y la de san Juan, concentrada en la vida en él. A su vez, estas dos corrientes desembocan
en la imitación de Cristo, al que san Ignacio proclama muchas veces como “mi Dios” o “nuestro Dios”.

Así, san Ignacio suplica a los cristianos de Roma que no impidan su martirio, porque está impaciente por
“unirse a Jesucristo”. Y explica: “Para mí es mejor morir en (eis) Jesucristo, que ser rey de los términos de la
tierra. Quiero a Aquel que murió por nosotros; quiero a Aquel que resucitó por nosotros... Permitidme ser
imitador de la pasión de mi Dios” (Carta a los Romanos, VI: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p.
478). En esas expresiones ardientes de amor se puede percibir el notable “realismo” cristológico típico de la
Iglesia de Antioquía, muy atento a la encarnación del Hijo de Dios y a su humanidad verdadera y concreta:
Jesucristo –escribe san Ignacio a los cristianos de Esmirna (I, 1)– “es realmente del linaje de David”,
“realmente nació de una virgen”, “realmente fue clavado en la cruz por nosotros”.

La irresistible orientación de san Ignacio hacia la unión con Cristo fundamenta una auténtica “mística de
la unidad”. Él mismo se define “un hombre al que ha sido encomendada la tarea de la unidad” (Carta a los
cristianos de Filadelfia, VIII, 1).

Para san Ignacio la unidad es, ante todo, una prerrogativa de Dios, que existiendo en tres Personas es Uno
en absoluta unidad. A menudo repite que Dios es unidad, y que sólo en Dios esa unidad se encuentra en
estado puro y originario. La unidad que los cristianos debemos realizar en esta tierra no es más que una
imitación, lo más cercana posible, del arquetipo divino.

De este modo san Ignacio llega a elaborar una visión de la Iglesia que contiene algunas expresiones muy
semejantes a las de la Carta a los Corintios de san Clemente Romano. “Conviene –escribe por ejemplo a los
cristianos de Éfeso– que tengáis un mismo sentir con vuestro obispo, que es justamente cosa que ya hacéis.
En efecto, vuestro colegio de presbíteros, digno del nombre que lleva, digno de Dios, está tan
armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira. (...) Por eso, con vuestra concordia y
con vuestro amor sinfónico, cantáis a Jesucristo. Así, vosotros, cantáis a una en coro, para que en la
sinfonía de la concordia, después de haber cogido el tono de Dios en la unidad, cantéis con una sola voz”
(IV, 1-2).

Asimismo, después de recomendar a los cristianos de Esmirna que “nadie haga nada en lo que atañe a la
Iglesia sin contar con el obispo” (VIII, 1), dice a san Policarpo: “Yo me ofrezco como rescate por quienes se
someten al obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Y ojalá que con ellos se me concediera tener parte con
Dios. Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred a una, sufrid, dormid y despertad todos a la vez,
como administradores de Dios, como sus asistentes y servidores. Tratad de agradar al Capitán bajo cuya
bandera militáis y de quien habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de vosotros sea declarado desertor.
Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una
lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas” (Carta a san Policarpo, VI, 1-2: Padres Apostólicos,
BAC, Madrid 1993, p. 500).

En conjunto, se puede apreciar en las Cartas de san Ignacio una especie de dialéctica constante y fecunda
entre dos aspectos característicos de la vida cristiana: por una parte, la estructura jerárquica de la comunidad
eclesial; y, por otra, la unidad fundamental que vincula entre sí a todos los fieles en Cristo. En consecuencia,
las funciones no se pueden contraponer. Al contrario, se insiste continuamente en la comunión de los
creyentes entre sí y con sus pastores, mediante elocuentes imágenes y analogías: la lira, las cuerdas, la
entonación, el concierto, la sinfonía.

Es evidente la responsabilidad peculiar de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos en la
edificación de la comunidad. Ante todo a ellos se dirige la invitación al amor y a la unidad. “Sed uno”,
escribe san Ignacio a los Magnesios, remitiéndose a la oración de Jesús en la última Cena: “Una sola oración,
una sola mente, una sola esperanza en el amor... Corred todos a una a Jesucristo como al único templo de
Dios, como al único altar: él es uno, y procediendo del único Padre, ha permanecido unido a él, y a él ha
vuelto en la unidad” (VII, 1-2).

En la literatura cristiana san Ignacio fue el primero en atribuir a la Iglesia el adjetivo “católica”, es decir,
“universal”: “Donde está Jesucristo –afirma– allí está la Iglesia católica” (Carta a los cristianos de Esmirna,
VIII, 2). Y precisamente en el servicio de unidad a la Iglesia católica la comunidad cristiana de Roma ejerce
una especie de primado en el amor: “En Roma ella, digna de Dios, venerable, digna de toda
bienaventuranza... preside en la caridad, que tiene la ley de Cristo y lleva el nombre del Padre” (Carta a los
Romanos, prólogo).

Como se puede ver, san Ignacio es verdaderamente “el doctor de la unidad”: unidad de Dios y unidad de
Cristo (a pesar de las diversas herejías que ya comenzaban a circular y separaban en Cristo la naturaleza
humana y la divina), unidad de la Iglesia, unidad de los fieles “en la fe y en la caridad, a las que nada se
puede anteponer” (Carta a los cristianos de Esmirna, VI, 1).

En definitiva, el “realismo” de san Ignacio invita a los fieles de ayer y de hoy, nos invita a todos a una
síntesis progresiva entre configuración con Cristo (unión con él, vida en él) y entrega a su Iglesia (unidad
con el obispo, servicio generoso a la comunidad y al mundo). Es decir, hay que llegar a una síntesis entre
comunión de la Iglesia en su interior y misión-proclamación del Evangelio a los demás, hasta que una
dimensión hable a través de la otra, y los creyentes estén cada vez más “en posesión del espíritu indiviso, que
es Jesucristo mismo” (Carta a los cristianos de Magnesia, XV).

Pidiendo al Señor esta “gracia de unidad”, y con la convicción de presidir en la caridad a toda la Iglesia
(cf. Carta a los Romanos, prólogo), os expreso a vosotros el mismo deseo con el que concluye la carta de san
Ignacio a los cristianos de Trales: “Amaos unos a otros con corazón indiviso. Mi espíritu se ofrece en
sacrificio por vosotros, no sólo ahora, sino también cuando logre alcanzar a Dios... Quiera el Señor que en él
os encontréis sin mancha” (XIII).

Y oremos para que el Señor nos ayude a lograr esta unidad y a encontrarnos al final sin mancha, porque es
el amor el que purifica las almas.