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Catequesis de Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis anterior, hace quince días, traté de trazar las líneas esenciales de la biografía del apóstol
san Pablo. Vimos cómo el encuentro con Cristo en el camino de Damasco revolucionó literalmente su vida.
Cristo se convirtió en su razón de ser y en el motivo profundo de todo su trabajo apostólico. En sus cartas,
después del nombre de Dios, que aparece más de 500 veces, el nombre mencionado con más frecuencia es el
de Cristo (380 veces). Por consiguiente, es importante que nos demos cuenta de cómo Jesucristo puede
influir en la vida de una persona y, por tanto, también en nuestra propia vida. En realidad, Jesucristo es el
culmen de la historia de la salvación y, por tanto, el verdadero punto que marca la diferencia también en el
diálogo con las demás religiones.
Al ver a san Pablo, podríamos formular así la pregunta de fondo: ¿Cómo se produce el encuentro de un ser
humano con Cristo? ¿En qué consiste la relación que se deriva de él? La respuesta que da san Pablo se puede
dividir en dos momentos.
En primer lugar, san Pablo nos ayuda a comprender el valor fundamental e insustituible de la fe. En la
carta a los Romanos escribe: “Pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley” (Rm
3, 28). Y también en la carta a los Gálatas: “El hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la
fe en Jesucristo; por eso nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en
Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado” (Rm 2, 16).
“Ser justificados” significa ser hechos justos, es decir, ser acogidos por la justicia misericordiosa de Dios
y entrar en comunión con él; en consecuencia, poder entablar una relación mucho más auténtica con todos
nuestros hermanos: y esto sobre la base de un perdón total de nuestros pecados. Pues bien, san Pablo dice
con toda claridad que esta condición de vida no depende de nuestras posibles buenas obras, sino solamente
de la gracia de Dios: “Somos justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención realizada en
Cristo Jesús” (Rm 3, 24).
Con estas palabras, san Pablo expresa el contenido fundamental de su conversión, el nuevo rumbo que
tomó su vida como resultado de su encuentro con Cristo resucitado. San Pablo, antes de la conversión, no era
un hombre alejado de Dios y de su ley. Al contrario, era observante, con una observancia fiel que rayaba en
el fanatismo. Sin embargo, a la luz del encuentro con Cristo comprendió que con ello sólo había buscado
construirse a sí mismo, su propia justicia, y que con toda esa justicia sólo había vivido para sí mismo.
Comprendió que su vida necesitaba absolutamente una nueva orientación. Y esta nueva orientación la
expresa así: “La vida, que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se
entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20).
Así pues, san Pablo ya no vive para sí mismo, para su propia justicia. Vive de Cristo y con Cristo: dándose
a sí mismo; ya no buscándose y construyéndose a sí mismo. Esta es la nueva justicia, la nueva orientación
que nos da el Señor, que nos da la fe. Ante la cruz de Cristo, expresión máxima de su entrega, ya nadie puede
gloriarse de sí mismo, de su propia justicia, conseguida por sí mismo y para sí mismo.
En otro pasaje, san Pablo, haciéndose eco del profeta Jeremías, aclara su pensamiento: “El que se gloríe,
gloríese en el Señor” (1 Co 1, 31; Jr 9, 22 s); o también: “En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es
en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado
para el mundo!” (Ga 6, 14).
Al reflexionar sobre lo que quiere decir justificación no por las obras sino por la fe, hemos llegado al
segundo elemento que define la identidad cristiana descrita por san Pablo en su vida. Esta identidad cristiana
consta precisamente de dos elementos: no buscarse a sí mismo, sino revestirse de Cristo y entregarse con
Cristo, para participar así personalmente en la vida de Cristo hasta sumergirse en él y compartir tanto su
muerte como su vida.
Es lo que escribe san Pablo en la carta a los Romanos: “Hemos sido bautizados en su muerte. Hemos sido
sepultados con él. Somos una misma cosa con él. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado
y vivos para Dios en Cristo Jesús” (cf. Rm 6, 3. 4. 5. 11). Precisamente esta última expresión es sintomática,
pues para san Pablo no basta decir que los cristianos son bautizados o creyentes; para él es igualmente
importante decir que ellos ”están en Cristo Jesús” (cf. también Rm 8, 1. 2. 39; 12, 5; 16,3. 7. 10; 1 Co 1, 2. 3,
etc.).
En otras ocasiones invierte los términos y escribe que “Cristo está en nosotros/vosotros” (Rm 8, 10; 2 Co
13, 5) o “en mí” (Ga 2, 20). Esta compenetración mutua entre Cristo y el cristiano, característica de la
enseñanza de san Pablo, completa su reflexión sobre la fe, pues la fe, aunque nos une íntimamente a Cristo,
subraya la distinción entre nosotros y él. Pero, según san Pablo, la vida del cristiano tiene también un
componente que podríamos llamar “místico”, puesto que implica ensimismarnos en Cristo y Cristo en
nosotros. En este sentido, el Apóstol llega incluso a calificar nuestros sufrimientos como los “sufrimientos de
Cristo en nosotros” (2 Co 1, 5), de manera que “llevamos siempre en nuestro cuerpo por todas partes el morir
de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Co 4, 10).
Todo esto debemos aplicarlo a nuestra vida cotidiana siguiendo el ejemplo de san Pablo, que vivió
siempre con este gran horizonte espiritual. Por una parte, la fe debe mantenernos en una actitud constante de
humildad ante Dios, más aún, de adoración y alabanza en relación con él. En efecto, lo que somos como
cristianos se lo debemos sólo a él y a su gracia. Por tanto, dado que nada ni nadie puede tomar su lugar, es
necesario que a nada ni nadie rindamos el homenaje que le rendimos a él.
Ningún ídolo debe contaminar nuestro universo espiritual; de lo contrario, en vez de gozar de la libertad
alcanzada, volveremos a caer en una forma de esclavitud humillante. Por otra parte, nuestra radical
pertenencia a Cristo y el hecho de que “estamos en él” tiene que infundirnos una actitud de total confianza y
de inmensa alegría.
En definitiva, debemos exclamar con san Pablo: “Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra
nosotros?” (Rm 8, 31). Y la respuesta es que nada ni nadie “podrá separarnos del amor de Dios manifestado
en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8, 39). Por tanto, nuestra vida cristiana se apoya en la roca más estable y
segura que pueda imaginarse. De ella sacamos toda nuestra energía, como escribe precisamente el Apóstol:
“Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13).
Así pues, afrontemos nuestra existencia, con sus alegrías y dolores, sostenidos por estos grandes
sentimientos que san Pablo nos ofrece. Si los vivimos, podremos comprender cuánta verdad encierra lo que
el mismo Apóstol escribe: “Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso
para guardar mi depósito hasta aquel día”, es decir, hasta el día definitivo (2 Tm 1, 12) de nuestro encuentro
con Cristo juez, Salvador del mundo y nuestro.